Esta tarde, mientras escribo, me he llevado una alegría. Es posible que en mis rutas de moto ?cada vez más cortas y espaciadas por aquello de los achaques de la decrepitud- me tropiece algún día a Rajoy tomando café en los bares del puerto de Santa Pola. Ha renunciado a su sillón de diputado y se ha ido a su casa. Perdón, a registrar casas en su puesto de registrador en Santa Pola. Ni me interesa encontrármelo ?ya he tenido bastante teniéndolo hasta en la sopa cada vez que encendía la televisión durante casi cuarenta años. Tanta paz lleve como paz deja aunque no se haya ido descalzo que, según tengo entendido, aparte de sus ahorrillos, los registradores no deben de preocuparse mucho por la cesta de la compra ni por el IPC en general.

En una terraza de Santa Pola precisamente me viene a la mano un libro que abro con curiosidad extrema: Pedro Horrach. El fiscal que puso en jaque a la corrupción.

No soy imparcial al emitir juicios sobre este hombre porque es mi amigo. Uno de esos amigos de los que quedan pocos. Sin necesidad de estar todo el día de cañas, ni mandándote guasaps, ni dándote el coñazo con el último chiste del Faceboock, sabes que él está ahí. No voy a hacer un panegírico porque aún no he pensado dedicarme a la literatura hagiográfica, dejo las vidas de santos para los curas de mi colegio pero, en honor a la verdad he de dejar claras unas cuantas cosas: a pesar de que muchos vean a los fiscales como al ogro de nuestros cuentos infantiles, un individuo terrorífico y exterminador, Pedro es un hombre machadianamente bueno. Tiene una cabeza privilegiada, una generosidad desbordante y una capacidad de trabajo fuera de lo común, pero su rasgo principal es que es, en el buen sentido de la palabra, bueno.

Tuve el placer y la oportunidad de conocerlo en Mallorca. Él, fiscal anticorrupción y yo director de la cárcel. Inevitablemente cercanos por causa de nuestros respectivos empleos.

Yo repasaba, en aquellos años 2008 y siguientes, la nómina de internos cuyas causas y cuya entrada en prisión provenían de la fiscalía anticorrupción de Baleares ?o sea de Horrach- y me preguntaba a mí mismo: ¿cuándo habrá un fiscal de este calibre en la Comunidad Valenciana o en mi Andalucía? ?donde nací pero de donde me desarraigó mi emigración funcionarial.

Repaso el libro que me ha llegado a las manos porque el alemán ?Alzheimer- y el italiano ? Franco Deterioro- me tienen realmente acochinado ?esto de pasar a la jubilación es una mierda- y, con los nombres que ahí salen, me empiezan a venir caras a la cabeza: Eugenio Hidalgo, antiguo guardia civil, devenido por chaqueteos e intrigas en Alcalde de Andratx y Jaume Massot ?director general del Territorio pero que por su aspecto, untuoso y educado, parecía más bien un padre salesiano o un voluntario de la pastoral penitenciaria. Ellos y algún otro habían cometido delitos contra la ordenación del territorio, o sea, que edificaban donde les salía y sin sujetarse a norma urbanística alguna. Ya en esta operación, con Horrach metido en faena hasta las cejas, surgen dos personajes clave en los enjuagues baleares: Jaume Matas ? sí, sí, el del Palma Arena y varios chanchullos más- y José María Rodríguez ?el del caso Over, alicantino de las Dayas y gran urdidor del PP isleño durante varios lustros-. Trabajo de encaje de bolillos, días y noches atando cabos, de Pedro Horrach.

Hubo un caso famoso que salió en todos los periódicos nacionales y extranjeros e hizo que diera con sus huesos en la cárcel una pareja singular. Hablo de la operación Scala ?como la Ópera de Milán-, por la profesión de una de las esposas ?era soprano-.

Me parto de la risa cuando oigo a gente decir: ¡sólo le han caído nueve años de cárcel! Y les parece poco. Pase usted un mes o dos en el trullo y luego hablamos. La cárcel ablanda hasta a los espíritus más férreos. Tipos, en apariencia duros de película, que serían la envidia de El bueno, el feo y el malo, los he visto chivarse de sí mismos cuando no tenían otro de quien hacerlo.

Antonia Ordinas y su esposa, Isabel Rosselló, la soprano, dieron con sus cuerpos mortales en la cárcel y saltaron a la fama por la lata de Cola Cao que escondían en el jardín y en la que guardaban más de doscientos cincuenta mil euros en metálico. Lo mismo que saltó a la fama Tomeu Vicen, conseller de Territorio de Unión Mallorquina, otro partido especializado en amasar dinero haciendo de bisagra al PP, por los once mil quinientos euros que encontramos en una caja de zapatos que pretendía entrar en la cárcel y que yo personalmente entregué a Pedro Horrach.

Se armó el belén, se destapó la caja de los truenos con el caso Noos, la madre de todos los casos, cuyo protagonista principal ?exdeportista olímpico, exbalonmanista, exduque de Palma, exintegrante de todos los posados de la familia regia, etcétera-, el señor Urdangarin anda ahora mismo camino de la cárcel a cumplir los más de cinco años en que el Supremo le ha dejado la pena por usar el miedo escénico que infundía por su ser regio y llevárselo crudo.

Jamás he hablado ni con Pedro Horrach ni con Pepe Castro ?también mi amigo- de este asunto. Una cosa tengo segura conociéndolos a los dos: ambos habrán actuado en conciencia y si algo siento es la pérdida de aquella entrañable amistad por causa de un enfrentamiento profesional. Ninguno necesitaba apesebrarse a ningún poder ?monárquico o republicano, de izquierdas o de derechas, ultraconservador o anarquista- cediendo a presiones de ningún sitio. Pedro ha abandonado la Fiscalía para ejercer como el magnífico abogado que es. Si a mí me tiene que defender alguien, algún día de algo, no tengan la menor duda de que será a él a quien recurra aunque tenga que pagarle en cómodos plazos porque la preparación suprema y la sabiduría y la capacidad de estrategia tienen un coste.

Como curiosidad: cuando yo me dedicaba al espionaje etarra, cuando andábamos jugándonos el pescuezo para acabar con la banda. Tenía una persona en el País Vasco que me daba bastante y buenas informaciones. Cuando lo llamaba a su trabajo y preguntaba por él y no estaba ?hablo de mediados de los noventa y el personaje aún no era famoso- mi recado siempre era el mismo: Por favor que llame a Urdangarin. ¿Por qué ese nombre? Era el que había a las afueras de la cárcel de Nanclares en el cartel de un taller de rebobinado de motores y fue el que se me ocurrió porque si daba mi nombre en la época estaba jodido el asunto desde antes de empezar. Guardo un rencor al Estado de esta época: ni una medalla con la mitad de pensión de la que le concedieron a Billy el Niño por torturar antifranquistas. Se han llevado medallas más gordas algunos que jamás abandonaron la moqueta, pero es agua pasada. Ya sabemos, Pedro y yo, que el que sirve al Estado sirve a un ingrato.

Oigo a ese vocero popular impresentable llamado Hernando decir algo así como: Que a nadie se le ocurra mancillar a la monarquía ?a cuentas del caso Urdangarin-. Lean historia. Yo ando sumergido en un libro de mi amigo Emilio La Parra, catedrático. Habla todo él, sobre Fernando VII, el rey deseado y detestado. La monarquía se mancilla sola.