Da gozo ver un plantel de personas, aún jóvenes, que salen en su mayoría de trabajos importantes dentro de nuestra sociedad y que van a intentar hacer de este país un lugar para vivir mejor. Al menos eso dicen... Y en ese momento se percibe una suave brisa fresca de novedad al observar que abundan las mujeres... Pero con la brisa viene también un temor: el de que no gobiernen como mujeres, con ese tono de ama de casa conciliador, con esa colleja que no duele pero que alerta. Celia Amorós, una persona muy ducha en filosofía y en sentido común, observó una vez que «la mujer no debe identificarse con el identitario masculino, sino con lo genéricamente humano». Creo que esta advertencia la he mencionado varias veces porque, la verdad, me parece muy sensata, ya que no menciona en absoluto a los hombres como «la parte contraria o negativa». Además, les sugiere a las mujeres que allá donde manden se atrevan a actuar, en esencia, como madres en casa, que es lo que sería realmente novedoso en el Parlamento en donde con frecuencia abunda el guirigay; no parecerá políticamente rimbombante el mojicón, pero práctico y útil juraría que sí. Por eso desearía que no se disolvieran palabras como esas y otras por el estilo porque lo bueno de ellas es que apenas duelen, pero enderezan.

Permitan que me apoye en otra opinión, porque creo que es valiosa y dará algo de claridad y musculatura a mis ideas, a las que deseo alejar de toda ideología o dogmatismo, y en este caso me refiero a «feminismo», «machismo» y conceptos similares que, con tanta mujer por medio, van a volar como bumerans por los espacios del poder. Voy a citar de nuevo a Juan Luis Arsuaga, el gran conocedor de los orígenes del hombre, a quien preguntaron su opinión sobre las diferencias entre hombres y mujeres. «Nunca he dicho que las hubiera (diferencias) a la hora de enfrentarse al mundo porque no me consta que así sea». Y agregó que hace poco se publicó un estudio concluyendo que en el cerebro de ambos especímenes no había diferencias, pero que en aquellos tiempos remotos los parámetros eran lógicamente otros: no había categorías, no eran consc ientes de esas diferencias, tal vez eran solo distintos por razón de sus diferencias biológicas. Los hombres jóvenes salían a cazar, las mujeres fértiles tenían hijos, los cuidaban, colaboraban en la caza menor o la agricultura y eso era todo. De modo que ese concepto de jerarquías, que vino después y llega hasta hoy, comienza con las sociedades sedentarias, y los roles diferenciadores son muy recientes. Así que no hay una razón biológica o evolutiva, digo, que establezca lo que deben hacer hombres y mujeres, esas jerarquías vinieron con la acumulación de riquezas, que es lo que todavía hoy desgraciadamente más nos separa.

Pero, sea como fuere, lo evidente es que con las perspectivas de hoy anunciando aires nuevos, parece que andamos algo más sosegados. Será porque el verano nos da muestras de que se avecina, o porque la ciudadanía vislumbra algo de esperanza o, ¡che!, que ya estábamos cansados de tanta sinrazón. Y, a pesar del estado beatífico en el que nos hemos metido, estamos a la espera de la señal que nos permita respirar, y no resollar por la herida porque «el despertar gozoso al que al parecer estamos llegando ha de tener una parte razonable de rebeldía práctica para ponernos de acuerdo en hacer juntos un número de cosas reales y buenas para el pueblo como: que los nuevos gobernantes promuevan ya las listas abiertas y la limitación de mandatos; que la Administración sea austera, profesional y transparente; que se prescinda de lo superfluo para salvar lo imprescindible; que se debata con claridad el modelo educativo y el productivo para ser viables y justos; y que las mejoras graduales y en profundidad surgidas del consenso democrático estén por encima de los gestos enfáticos. Pero todo esto ha de tener aún otra parte de autocrítica, ¿para qué? Para no ceder más al halago; para reflexionar sobre lo que cada uno ha de hacer en su ámbito: el profesor enseñar, el estudiante aprender, el enfermo no abusar de las urgencias innecesarias, el periodista en comprobar datos y ser veraz, el padre y la madre en responsabilizarse de los buenos modales, hábitos, etc., de su hijo... Cada uno a lo suyo. Así podríamos convertirnos en ciudadanos justos y benéficos...». Todo esto que entrecomillo lo dijo hace ya mucho tiempo no una mujer sensata, sino el escritor Muñoz Molina, que no tiene visos de ser pazguato... También desearía constatar que en ningún momento enaltezco a la mujer o al hombre, porque nunca fui machista ni feminista, tengo claro que mi manera de pensar y actuar se centra en defender sencillamente los Derechos Humanos, eso que nos concierne a todos sin distinción de color, ideología, nacionalidad... Y mucho menos sexo. Quien sufra y lo necesite, habrá de ser ayudado.

Que Dios reparta suerte, como dicen los toreros, y pidamos a los dioses de todos los tiempos que, ¡otra vez!, con un mal gobierno, no nos trituren la esperanza.

P.D.: Corre por ahí un axioma que dice así: «Quien gana gobierna y quien pierde, ayuda»... No saca un estilete y lo usa para derribar al ganador.