«Yo, señor, no soy malo, aunque no me faltarían motivos para serlo. Los mismos cueros tenemos todos los mortales al nacer y sin embargo, cuando vamos creciendo, el destino se complace en variarnos como si fuésemos de cera y en destinarnos por sendas diferentes al mismo fin: la muerte. Hay hombres a quienes se les ordena marchar por el camino de las flores, y hombres a quienes se les manda tirar por el camino de los cardos y de las chumberas. Aquéllos gozan de un mirar sereno y al aroma de su felicidad sonríen con la cara del inocente; estos otros sufren del sol violento de la llanura y arrugan el ceño como las alimañas por defenderse. Hay mucha diferencia entre adornarse las carnes con arrebol y colonia, y hacerlo con tatuajes que después nadie puede borrar ya».

Con este soliloquio del protagonista comienza La familia de Pascual Duarte, novela escrita en 1942 por Camilo José Cela, premio Nobel de Literatura en 1989 y Premio Cervantes en 1995, prueba inequívoca de que nadie es profeta en su tierra o, como decía con sorna el propio Cela, de que lo hicieron conde después de hacerlo rey, cosa harto frecuente en nuestro país, por otra parte.

Sea como fuere, la novela que nos ocupa nos introduce en un mundo trufado de violencia. Eran los tiempos de la posguerra de una contienda fratricida y el autor quiso dibujar un retrato fiel de la realidad mediante una sangrienta caricatura, que abrió la literatura española a un género que se vino a llamar «tremendismo» y que ha sido característico de las letras, y del arte en general, en España a lo largo de nuestra truculenta historia; sirvan como ejemplo de ello La Celestina, máximo exponente de nuestra novela picaresca; las «Pinturas Negras» de Goya; óleos al secco en los que el genial aragonés plasmó su pesimismo, o la visión esperpéntica de la realidad que describía Valle-Inclán.

Diferentes autores, distintas épocas, estilos diversos e, incluso, representaciones artísticas variadas, pero un mismo sentimiento: el pesimismo sobre el presente y el futuro de nuestro país. Un país que, a lo largo de los siglos, ha vivido los episodios más gloriosos y los más denigrantes, aunque nuestro secular morbo nos lleve a recordar con mayor nitidez siempre estos últimos y, con especial fruición, los más dramáticos.

Los españoles somos pesimistas por naturaleza, pero creo que es un rasgo que deberíamos borrar de nuestro carácter. Debemos empezar a recordar los hechos positivos de nuestra historia. Tenemos que comenzar a ser conscientes del gran capital humano que atesoramos. Hay que poner de relevancia que nuestro patrimonio artístico es el segundo mayor del mundo, sólo superado por el de Italia. Es necesario pensar que somos una gran potencia y que debemos actuar como tal.

Pero, como es obvio, todas estas grandezas de nuestra historia, de nuestro acervo cultural y monumental, de nuestros recursos humanos, naturales y económicos, de nada servirán si no vienen acompañados de una regeneración moral de la sociedad en su conjunto. Estamos todos obligados a hacer una profunda reflexión si no queremos volver a ser esa España negra que nos mostraba Cela. Los casos de corrupción política -y de todo tipo- o la lucha partidista en torno a temas como la inmigración son un claro ejemplo de lo que debe desaparecer de nuestro país. Para ello existe un antídoto: la educación.

Del mismo modo que pienso que España es un gran país, que despuntará definitivamente cuando destierre de una vez por siempre sus vicios y sus perversiones más atávicos, también creo que Elche es una gran ciudad, cuyo mayor problema es que los propios ilicitanos no nos lo acabamos de creer.

Patrimonios de la Humanidad, riqueza arqueológica que aflora en cada rincón, kilómetros de playas bien conservadas, riqueza agraria y medioambiental sin parangón, un parque empresarial puntero y empresas líderes en muchos sectores, instituciones académicas florecientes y una población, como dirían los catalanes cuando ellos aún lo conservaban, con seny".

Tenemos mucho potencial, mucho presente y aún más futuro. Cuando despertemos, seremos imparables.