La decisión del Gobierno español de acoger a los emigrantes del buque «Aquarius», es un gesto humanitario que tiene a mi parecer un hondo calado político. El centro de la política son las personas y no se pueden alegar razones políticas cuando se trata de salvar la vida de seres humanos; ciertamente los problemas de la emigración no se solventan con el salvamento de este grupo de más de seiscientas personas, pero no se las puede dejar morir porque no existan los mecanismos políticos para solventar debidamente el tema de la inmigración. Lo contrario, creo que refleja una actitud hipócrita. Se habla de que en los últimos cuatro años son más de 15.000 personas las que han encontrado la muerte en el Mediterráneo, personas que huían de la guerra, de la persecución, de la miseria y que albergaban la esperanza de tener un futuro mejor. Me pregunto cuántos más deben morir para que se aborde la situación seriamente por parte de las autoridades europeas. El Mediterráneo se ha convertido en un cementerio marino y el gesto del Gobierno, es una llamada a los países europeos para llevar a cabo un cambio de rumbo ante este problema. Se alegan razones para negar la acogida, tales como el auge que los movimientos xenófobos están alcanzando en muchos países europeos, como resultado de esta llegada de inmigrantes. Pero, me pregunto si cerrar los ojos ante estos problemas, si poner trabas a los inmigrantes, no es propiciar ya el triunfo de los sentimientos xenófobos y racistas; más bien debieran emplearse los esfuerzos en llevar a cabo una labor pedagógica y poner de manifiesto el peligro que tales movimientos significan. Hablamos de la crisis que producen los inmigrantes, los refugiados, pero lo que se está manifestando es la crisis de valores en la que se halla Europa. Desde luego, se ha sido más diligente en salvar bancos que en rescatar personas. Convertir el Mediterráneo en un foso infranqueable de defensa, en vez de ser un espacio de comunicación, invita a reproducir las fronteras en el interior de la propia Europa; lo malo de crearnos fortalezas en las que refugiarnos -además de que nunca serán tan grandes como para impedir las migraciones- es que consideramos que quien vive fuera de ellas es un enemigo del que nos debemos defender. Nos creamos la situación de estar sitiados y esta mentalidad la estamos trasladando al interior de nuestras fronteras. Desatados los miedos frente a las personas que huyen de otros países ¿Dónde se va a detener ese miedo? Enclaustrados en nuestro pequeño mundo, nos recreamos buscando entre nosotros las diferencias. En la medida que levantamos fosos de defensa frente a los otros, nos los vamos creando entre nosotros mismos. Las fronteras que se levantan en Europa frente a los otros, lejos de cohesionarla, la divide cada vez más en su interior. Algunos defienden cerrar las puertas a quienes viene de fuera con el falso argumento de la defensa de nuestra civilización. Es una contradicción querer defender nuestra civilización negando la hospitalidad, cuando ésta es el principio de toda civilización. La solidaridad demostrada por tanta gente en nuestro país, es un signo de esperanza frente a la ola de xenofobia y racismo que se extiende por tantos lugares. Creo que alentar los comportamientos de cooperación hacia personas provenientes de otros países, nos hará elevar la mirada más allá de nuestras luchas internas en las que tanto tiempo seguimos enredados. Los municipios han sido los primeros en ofrecer su colaboración en la acogida de los migrantes, tal vez porque los municipios desconocen las fronteras que es cosa de los Estados. Desarrollar el sentido de vecindad, de cercanía, debe ser el objetivo de todo proyecto político. El gesto del Gobierno debe ser el anuncio de una nueva política.