Nos encontrábamos anoche un amigo y yo errabundos por una zona «cuartelillera» -permítaseme la licencia- de la ciudad, cuando aquél me propuso acercarnos al cuartelillo de su hijo, adolescente en plena efervescencia, a tomar una copa en plenas fiestas de Moros y Cristianos. No les miento si les digo que me quedé parado durante unos segundos; como tampoco si añado que no opuse el más mínimo reparo al ofrecimiento. Metidos en harina, qué importa una salpicadura más que menos. Bastantes metros antes de llegar a la puerta, una música con una intensidad de mil demonios ya nos indicaba su ubicación, sin necesidad de localizador. Sonido que, traspuesto el umbral, nos dejó completamente sordos. Casi totalmente a oscuras, y solo a la luz intermitente de unos focos de colores, tuvimos que valernos del universal lenguaje gestual para preguntar por el hijo. Y una vez recibido por él cariacontecido, para comunicarle lo que queríamos tomar: Un par de «güisquis». También utilizando el mismo lenguaje gestual, un barman entrado en años con unas uñas que llevaban más cardenillo que la antigua estatua de Castelar, nos hizo entender que no había hielo. Lo que agradecimos enormemente a la vista de las «pinzas» que iba a utilizar para separarlo y servirlo. También nos dijo, a duras penas, que la única marca que tenían era la que respondía a un nombre compuesto inglés que comenzaba por Old y seguía por nosequé, del que no habíamos oído hablar jamás en nuestra dilatada y avezada vida de bebedores. Así que, tras una par de tragos cortos de ese «agua del diablo» -como decían en los antiguos westerns-, y cuatro meneos de la enfervorizada concurrencia capaces de descoyuntar al más pintado, salimos a la calle aturdidos. Cuando nos alejábamos impulsados por las últimas ondas sonoras, mi amigo me comentó con cara de felicidad que a su hijo el cuartelillo le salía por unos 60 euros. «Caro me parece», repuse. A lo que él argumentó que teníamos que comprender que no era un cuartelillo como a los que nosotros estábamos acostumbrados. «Es un cuartelillo low cost, Rafa», sentenció. Vaya, pensé. Ahora a los cuartelillos «de beber» de toda la vida se les llama así. De veras que somos cosmopolitas hasta el más mínimo detalle. O sea.