Les cuento que hace unos días sufrí un infarto. En realidad, y para ser exactos, fueron dos. Dos infartos de cojones, dos infartos como el monte Fuji, dos ataques al corazón tan serios y dolorosos que ahora hacen que cada mañana agradezca estar vivo a la suerte y al equipo médico que me trató y me devolvió a la vida en el Hospital de San Juan de Alicante.

Antes de continuar, espero que no tomen mis palabras como una veleidad que pueda interpretarse como que no tomo en serio lo que constituye un golpe tremendo para la salud, pero sobre todo pido disculpas anticipadas a todos aquellos a quienes un ataque al corazón ha dejado secuelas irreversibles y a tantas personas cuyos familiares, amigos y resto de seres queridos no han vivido para contar la experiencia terrible que yo tengo la fortuna de poder narrarles. Disculpas, más que a nadie, a todos quienes encuentren en este texto algún signo de frivolidad. Nada más lejos de mi intención. Pasado el mal trago, no me sale contarlo de otra manera.

Hasta la noche de autos, preciso que había sido una jornada de trabajo muy similar a cualquier otra en la redacción de un periódico. Veníamos de una semana de una intensa actividad informativa motivada por una caprichosa concatenación de acontecimientos: la sentencia del caso Gürtel por aquí, la entrada en prisión de Eduardo Zaplana por allá; la presentación y triunfo de una moción de censura contra Mariano Rajoy por otro lado y su posterior dimisión; la vertiginosa entronización de Pedro Sánchez; y la tercera sesión de uno más entre los juicios derivados de la quiebra de Caja Mediterráneo, de la que yo había escrito unas aseadas contracrónicas como complemento a las brillantes informaciones que mi compañera Mercedes Gallego había elaborado al respecto. Para un lego en Periodismo, esta sucesión apabullante de noticias quizá represente poner al límite el sistema nervioso dentro de una apresurada carrera hacia la nada, pero debo decirles que ello no causa mayor grado de estrés y tensión que las 12 horas que un taxista se come a diario al volante, las decenas de habitaciones que al cabo del día se echa a la espalda una camarera de piso o la angustia con que un desempleado de larga duración cuenta las horas desde que se levanta hasta que logra conciliar el sueño. Lo nuestro es, sencillamente, el quehacer acelerado, aunque rutinario, de nuestro oficio. He repetido tantas veces la broma que suena a gastada: peor sería trabajar.

Acabé la jornada contándonos nuestro día mi chica y yo alrededor de un solitario ron con cola zero y cacahuetes cerca de mi casa, con Bowie de fondoBowie y algo de los Stones, un cierre de alharacas para tan largo día. El juicio de la CAM, lo último de Sánchez, las luchas de poder en el PP, te quiero, me quieres y los titulares respectivos de cada cual. La fiesta, y no la que imaginan, comenzó recién acurrucado entre las sábanas al poco de la una y media de la madrugada, en esa fase primera del sueño en que el cerebro anda todavía largo de frenada, en plena desaceleración de las 12 horas anteriores, ese momento en que uno imagina el día siguiente en mitad de la duermevela. Es entonces cuando comienza una presión en el pecho hasta entonces desconocida, como si cuatro luchadores de sumo hubieran tenido el capricho de celebrar sobre mis tetas la final del campeonato nipón y de forma repentina se hubiera detenido toda entrada de aire a los pulmones. La primera palabra en sobrescribirse en mi pensamiento, créanme, fue del todo vulgar: «¡coñó!», con acento en la segunda o, vocablo diptónico, agudo, descerrajado entre la incredulidad del desconocimiento y el dolor atroz que te atora el pecho, intentando con cada vaharada quitarte de encima a uno de los cuatro obesos en pañales que disputan la final en el principal dojo de Osaka entre el griterío de miles de aficionados. Y resulta que ninguno de los cuatro luchadores quiere salir del círculo. Lo siguiente es un sudor en cascada como no había tenido desde el mareo que me causó el primer cigarrillo a los 13 años. Maldeciré de por vida aquel pitillo de rubio mentolado.

Bajo el acero

Tu chica (la mía), que está flipando con esa cara de pánico que ni la primera vez que viste «Tiburón» con 10 años, es la parte juiciosa del tándem y sugiere aquello de «vamos al hospital». Qué cojones, piensas. El sudor se derrama a chorros por la frente, por las sienes, por la cara, por las piernas, por las nalgas, se desliza por los brazos a la velocidad con que el agua de lluvia se adueña del parabrisas en un día de gota fría, pero tú eres un listo de la hostia y le dices que espere, que aunque jamás hayas tenido contra tu pecho la sensación de estar aprisionado bajo una lámina de acero de dos toneladas, y pese a que es la primera vez que sudas por los glúteos cuando la temperatura ambiente no rebasa los 19 grados, tú, hombretón de 51, eres capaz de superar semejante angustia con solo decir «espera, que creo que se me pasa».

Pero aquello no se detiene, y a la media hora (¡media hora!) decides seguir su consejo y acudir al hospital. Y piensas: «Para mí que esto va a ser un infarto». Nada más alzar la mirada, el personal de Urgencias te adivina en pocos segundos y te mete a boxes cagando leches. En el primer electro el resultado es sorprendentemente normal (lógico, el infarto empezó en casa y en la media hora siguiente me hice el machote) y comienzas a creer que lo de los luchadores de sumo igual no son imaginaciones y que realmente se encontraban allí, hasta que mientras repiten la prueba te arrea el segundo ataque, que viene a ser como el primero, pero a la lámina de acero de dos toneladas que aplasta el plexo solar se une otra segunda del mismo peso que comienza a hacer idéntico trabajo, aunque en la parte alta de la columna vertebral.

Ahí comienzan las preguntas del personal de guardia y las comparaciones más absurdas que puede albergar una cabeza tonta como la que ya sabía yo que tenía:

- ¿Fuma?

- Sí.

- ¿Cuánto?

- Un paquete.

- ¿Un paquete?

- Quizá algo más.

- ¿Hace deporte?

- Defina deporte.... Vale, no.

- ¿Come sano?

- .....

Hombre, sano, lo que se dice sano. Me podría haber preguntado por el juicio de la CAM, que lo tenía más reciente, pero no iba por ahí la encuesta.

Entonces, cuando uno se acuerda (cerebro tonto, insisto) de esa escena de «La guerra de las galaxias» en que Luke, Han, Chewbacca y Leia están atrapados en el triturador de basuras que amenaza con espachurrarlos en la nave imperial, advierte que la culpa de todo esto viene por ser de Madrid, donde el cocido con garbanzos, chorizo, tocino y morcilla de cada domingo era en casa una religión que no he dejado nunca de profesar. Madrid suele ser la gran culpable. Me acordé de Arzalluz cuando para referirse al Gobierno exclamaba con desprecio: «¡Madrid!». Resulta que la capital y sus oriundos somos responsables de casi todo. Del colesterol disparado se ve que también. El cocido no iba a ser una excepción. El segundo infarto estaba en su salsa mientras pensaba yo aquellas sandeces y caía en la cuenta de que los alicantinos con el arroz con pata también tienen lo suyo, como los sevillanos con el pringue, los leoneses con el botillo (ay, el botillo), los asturianos con la fabada o los extremeños con la torta del Casar. Si es que en España se come bien, coño. Absolvamos al cocido.

Mientras me llevaban a practicarme un cateterismo me acordé de las palabras de William Blake («El camino del exceso lleva al palacio de la sabiduría») y de la canción de Héroes: «Quemamos con malas artes el espíritu del vino». También maldije el cocido, el arroz con pata y la fabada, pero ya menos. Dicho exageradamente, un catéter es un tubo del tamaño de un oleoducto ucraniano que se introduce por una vena desde las muñecas y viaja alegremente hasta las arterias obstruidas (dos en mi caso) que impiden que la sangre entre y salga del corazón y que, fruto de ese atasco propio del 1 de agosto, colapsan el funcionamiento normal de ese musculito que se dibuja a navaja en la corteza de los árboles para expresar el amor. Los ángeles tienen sexo, y el mío era mujer. En mi caso, la doctora que me lo practicó me dejó ambos conductos limpios como la habitación donde me lo realizaron. Durante tres dolorosísimas horas, acabó con el daño que habían producido en mis arterias el tabaco, la morcilla y la falta de ejercicio. Les aseguro que me vi morir. La sensación es la misma que cuando acabamos una lata de bebida y la estrujamos con nuestros dedos: mi pecho y mi columna eran lo que queda entre los dedos índice y pulgar tras aplastar esa lata.

Llámenme loco. Aún me sorprendo del repentino abandono del vitalismo de Nietzsche que había guiado mis pasos desde la adolescencia («¿Es esto la vida?, le diré a la muerte. Pues que empiece otra vez»). Renuncié al Súperhombre y regresé a Jean Paul Sartre, y con envalentonado desprecio le hablé a la muerte. Y esto es literal. Que me perdonen el resto de mis seres queridos. Pensé solamente en Eric, mi hijo, mi vida. Hay una fase de delirio interior en ese breve momento en que uno cree estar ante los últimos segundos de la vida, un desvarío que aparta temporalmente el pensamiento racional hacia quien más amas y se dirige cara a cara a la muerte. A mí sólo se me ocurrió decirle: «No tienes cojones». A la muerte, imaginen.

«Ya hemos acabado, te hemos dejado limpio», escuché por fin la voz segura de la doctora.

Pasé dos días en la UCI, otro en planta y al tercero me enviaron a casa con las recomendaciones de rigor. En mi imaginación me despedí del botillo sin derramar una lágrima. Conservaba un paquete de tabaco sin abrir del que me deshice rápidamente. Luego me lancé a la nevera en busca de ingredientes con que cocinar mi nueva vida alimentaria. Descubrí entre algunos de ellos un envase de plástico transparente, sin abrir, listo para el consumo: sobrasada ibérica, ponía en la tapa. Y ahí continúa como símbolo de mis males hasta que el moho me obligue a arrojarlo al contenedor del pasado. Que me disculpen los mallorquines, benditos sean los inventores de semejante manjar. Sirva este artículo para aquellos y aquellas que tengan amor por la vida.

A la mañana siguiente anduve durante una hora por las calas del Cabo de las Huertas. Al regresar a casa, algo fatigado aún, exhausto emocionalmente por todo lo ocurrido, me sentí feliz. Casi tanto como aquella mañana de abril de hace 21 años en que la matrona puso sobre mis brazos un bichejo de algo más de tres kilos y me espetó: «Ahí tienes a tu hijo». Sólo entonces estallé en llanto. Algunos tenemos la suerte de haber nacido dos veces.