Si la realidad es ante todo cambio, cambio frenético, debemos preguntarnos hasta qué punto somos capaces de percibirla y actuar en consecuencia: malas noticias, en todo caso, para cualquier especulación teórica, sobre todo en materia política; porque la teoría es estática, analiza lo ya sucedido, pero se le escapa lo que de repente irrumpe y echa por tierra lo que creíamos cierto, explicable.

Hasta no hace mucho se había instalado en el ámbito del pensamiento político una cierta teoría, según la cual, la estructura económica -que es y sigue siendo la de un capitalismo financiero de alcances globales (la forma global de mercado)- posee tal fuerza y extensión que es capaz de determinar la forma de Estado, es decir, la organización del poder y las condiciones de la reproducción y distribución del producto social. De clara inspiración marxista, tal planteamiento, si bien perfeccionado y depurado por los pensadores liberales, apuntaba directamente al fin de la política, o dicho de otro modo, a certificar que la política estaba completamente subordinada a las exigencias del mercado, operando dentro de márgenes muy estrechos.

De ahí se deducía una peligrosa consecuencia: si la estructura económica es tan compacta, tan universal y determinante, oponerse a ella, luchar contra ella, salirse de ella o pretender cambiarla, sería un esfuerzo inútil que lleva aparejado, cuando se intenta, dolorosas sanciones, por lo que es mejor adaptarse, siguiendo la corriente. De hecho, lo que se observaba era que el Estado (el lugar donde se sigue desarrollando la política) se había convertido, no en un ente irrelevante, sino, al contrario, en un ente con una función muy concreta: su función disciplinaria de la sociedad, para ajustarla al mercado global.

Se obviaba, en este análisis, sin embargo, las numerosas resistencias, críticas y discursos alternativos, que la globalización iba dejando a su paso: ganadores y perdedores; concentración de la riqueza y desigualdad; desestabilización de sociedades, instituciones y constituciones; aparición de viejos y nuevos populismos, nacionalismos, autoritarismos, identitarismos y movimientos xenófobos: todo ello al ritmo de las crisis recurrentes que acompañan a la forma global (financiarizada) de mercado.

En pocos años, hemos visto cambios espectaculares en la configuración de la política a escala global y local. La política, no siempre en su mejor versión, está de vuelta: rearme generalizado, millones de migrantes y desplazados, terrorismo y guerras potencialmente expansivas. En pocos meses, decisiones que parecían imposibles, como medidas proteccionistas y apelaciones al interés nacional excluyente, están marcando la agenda mundial, afectando a millones de personas. Una sociedad aún más competitiva, más líquida e incierta, se nos echa encima y la pregunta es si disponemos de instrumentos políticos a la altura de los retos planteados.

Si la realidad, como decía, es ante todo cambio, hemos de pensar y actuar de conformidad. Reconocer, por tanto, que una decisión, en apariencia menor, puede voltear de improviso todo el tablero político y cambiar las perspectivas del conflicto. Necesitamos una aproximación teórica que integre el cambio, procesual por tanto, capaz de abrirse camino desde la acción. La política ha vuelto, la buena y la mala. La mala apunta, como siempre ha sido, a soluciones excluyentes y autoritarias, a un esquema de suma cero. La buena, anclada en valores, es la que se enfrenta a los conflictos para superarlos, la que se vale de instrumentos colaborativos para mantener la paz y el progreso social.