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Juan R. Gil

Un Gobierno de excepción

La mayoría de ustedes habrán oído alguna vez, entre otras cosas porque los propios periodistas nos hemos encargado de darle la mayor difusión, la tan vieja como cínica sentencia de nuestro oficio que aconseja no dejar que la realidad estropee un buen titular. Lo que quizá conozcan menos es que esa máxima es la cruz de una moneda que tiene otra cara: la que advierte al buen periodismo no permitir que la actualidad le impida ver la realidad.

Actualidad es el Gobierno de Pedro Sánchez. Un buen gobierno. Un gobierno solvente, preparado. Un gobierno moderno, europeísta. Un gobierno sin cuotas, ni territoriales ni de género: no es paritario, porque de 18 integrantes, contando al presidente, 11 son mujeres, pero además del hecho positivo de que por una vez el desequilibrio sea en favor de la mujer y no del hombre, lo que importa es que todas y cada una de las mujeres que están ahí lo están por su cualificación, técnica o política, más allá de su condición. Un gobierno conformado de forma muy inteligente, que manda múltiples mensajes ninguno de los cuales es casual ni improvisado: satisface al electorado progresista sin causar desasosiego al conservador, para contener la sangría por el centro sin perder más votos por la izquierda. Un gobierno pensado para agotar la legislatura, a la que aún le quedan dos años, y sin embargo hecho para ganar las elecciones, sean éstas cuando sean. El mayor acierto de Pedro Sánchez ha sido lo rápido que ha convertido en insufriblemente viejo el gobierno de Rajoy. A Sánchez, la prensa anglosajona, tan dada a poner apodos, le lleva denominando desde hace nueve días Mr. Handsome, el señor guapo; pero los medios franceses, mucho más contenidos en la caricatura aunque igual de gráficos en sus descripciones, se refieren a Rajoy como ese tipo de barba canosa. Y hasta las cabeceras nacionales más reaccionarias han dejado de hablar del mito de la impasibilidad del dirigente gallego para plantearse si el inmovilismo del expresidente del Ejecutivo popular, lejos de responder a una estrategia, simplemente obedecía a la incapacidad para moverse en un mundo político nuevo, con reglas distintas; si el Rajoy de verdad no era un tipo imperturbable y reflexivo, un gran estratega, sino un hombre vencido que contempla su propia derrota, incapaz de reaccionar, desde un bar; un tacticista de vuelo corto. No le arriendo la ganancia al exlíder popular: la política puede que viva una aceleración intensa, al fin y al cabo como todo en estos tiempos, pero mantiene unos principios inmutables, el más seguro de los cuales es el vae victis que exclamó Breno cuando profanó Roma hace más de dos mil años. Ahora el galo es Sánchez. Con la diferencia de que no tiene la intención de entrar y salir, sino que lo que quiere es quedarse.

Esa es la actualidad. Una actualidad que nos complace a todos, porque salimos más agraciados en la imagen que nos devuelve este espejo que en la que reflejaba el otro, tan ajado como si en vez de días hubieran pasado décadas, como si Rajoy fuera una excrecencia del pasado siglo y Sánchez el heraldo de lo que está por venir. Como si estrenáramos zapatos nuevos. Hay varios mensajes sobresalientes que Sánchez ha logrado transmitir en un sorprendente plis plas. Por ejemplo, el que destacaba en estas mismas páginas esta semana mi compañera Mercedes Gallego. El de la reivindicación del servicio público: hay gente en el nuevo Ejecutivo que no sólo no viene a sacar provecho de la situación, sino que ha dejado aparcadas carreras notables para apostar por un mandato que ni siquiera es de cuatro años, sino que en el mejor de los casos será de la mitad y sin garantía de continuidad. Pero por encima de ese y cualquier otro, está el de la esperanza en que la política no sea resignación, sino un arma de futuro. Y esa esperanza transmitida en horas, no ha sido una esperanza trasladada a una parte de la sociedad, sino a toda. Hubo mucha gente, no sólo en la izquierda, sino también en la derecha, que pública o privadamente aplaudió los nombramientos de Sánchez y se sintió cómoda con ellos.

Pero de ahí a cambiar la realidad hay todavía un camino difícil por recorrer. Porque este sigue siendo, como lo era la semana pasada, antes del primer Consejo, un gobierno sin aritmética. De 85 escaños y ni uno más que se haya comprometido con él para llevar adelante un programa. Hasta 180 se sumaron para echar a Rajoy, no para entronizar a Sánchez aunque la ley obligue a que lo segundo vaya de consuno con lo primero. Sánchez no tiene los apoyos para llevar a cabo las grandes reformas que se necesitan y la buena imagen con la que nace este gobierno tendrá que confrontarse día a día con una situación de inestabilidad parlamentaria extraordinaria, como nunca hemos vivido en este país. Un ejemplo: la ministra Batet dijo ayer que es urgente y necesario cambiar la Constitución. Podemos estar de acuerdo con la declaración pero, ¿cómo piensa hacerlo? En la Transición, había un acuerdo social para ello. Libertad sin ira, ¿recuerdan? Ese era el mínimo común denominador sobre el que todo podía edificarse. Ahora, no hay ni escaños suficientes, ni aliados leales, ni sobre todo coincidencia en lo básico: ¿cambiar la Constitución para conseguir qué? ¿Cuál es el fin último sobre el que hay consenso?

Utilizando el símil que tanto hemos tenido que soportar durante estos años de crisis, esta Democracia ha sufrido un calentón. Que haya sido bienvenido no significa que no fuera prudente ahora una cierta desaceleración. Que los gestos no impongan el ritmo ni condicionen las decisiones. Para más complicación, hay unas elecciones a plazo fijo en el horizonte (las municipales y europeas de mayo del año próximo, unidas en la mayoría de las comunidades a elecciones autonómicas), más otras no se sabe cuándo. Y la guerra civil en el PP, que no deja de ser el partido más votado de España aunque esté destrozado tras perder por primera vez en la historia una moción de censura, no favorece tampoco estabilidad alguna, ni mucho menos acuerdos. La actualidad puede parecer gozosa. Pero si hay algo cierto es que la realidad es tozuda. Así que sería bueno no olvidar que este puede que sea un gobierno excepcional, pero también es un gobierno de excepción.

La traslación de todo lo que está ocurriendo a la Comunitat Valenciana también tiene que ver con esa diferenciación entre actualidad y realidad. Llevados tal vez por lo primero se ha hecho un sorprendente hincapié en el llamado poder valenciano de este Ejecutivo. Todo a cuento de que cuatro integrantes del Gobierno ( Ábalos, Montón, Planas y Huerta) tienen origen en Valencia y uno más está casado con una xabiense. Pero eso no tiene nada que ver con capacidad alguna de influencia ni de la sociedad ni de los políticos de esta Comunitat sobre lo que se cuece en Madrid. Poder valenciano sería que Sánchez hubiera tenido en cuenta la voz de aquí a la hora de decidir ministerios. Para nada. Ni ha escuchado ni ha consultado a nadie para hacer lo que ha hecho. Y eso ni es bueno ni malo, simplemente es así. Luis Planas, ministro de Agricultura, ha desarrollado toda su carrera en Andalucía, comunidad por una de cuyas provincias ya fue diputado en 1982 y de cuyo gobierno autonómico ha sido consejero. Màxim Huerta no cuenta. Y Ábalos y Montón no son poder valenciano, sino en todo caso un contrapoder. Quiero decir, que están donde están no por proceder de esta comunidad ni estar llamados a aportar la visión de la misma al Gobierno, sino por ser dos personas con amplia experiencia política y de la máxima confianza de Sánchez, al que apoyaron en su batalla por la secretaría general enfrentándose para ello al líder del PSPV y jefe del Consell, Ximo Puig. Así que, que ellos estén ahora en el puesto de mando difícilmente puede interpretarse como que esta Comunitat o Puig hayan colocado ninguna pica en Flandes ni tengan nada de lo que presumir. Puede que a la postre sea bueno para todos. O puede que no. De momento, lo que quiere decir es que a Puig lo tienen sometido en libertad vigilada. Claro que Madrid nos mira. Lo que está por ver es si nos mira bien.

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