En los estudios sobre la alimentación se debe de eludir la tentación de interpretar el pasado en función de los intereses del presente, de analizar las alimentaciones pretéritas en función de criterios contemporáneos. Por esta razón, no debemos intentar reconstruir unas tradiciones específicas que hayan perdurado a través del tiempo de una forma más o menos inalterable, sino mostrar una realidad diversa, compleja y cambiante.

Se atribuye al escritor catalán Josep Pla la afirmación de que «la cocina de un país es su paisaje puesto en la cazuela». La frase, tan celebrada como repetida por doquier, se ha convertido casi en un tópico. Afirmaciones de este tipo refuerzan la idea de que, en la constitución de una cocina, han desempeñado un papel decisivo, los ingredientes de la autarquía y el autoconsumo. Entre los torrevejenses, durante el que podemos llamar periodo fundacional de la población -último tercio del siglo XVIII y primer tercio del XIX-, el autoconsumo constituyó una aspiración, un modelo de economía doméstica y fue la solución más asequible para atenuar su dependencia del mercado. Conforme se iba desarrollando Torrevieja, la autarquía era concebida coetáneamente como una limitación, como una imposibilidad de incorporar a la dieta productos deseados pero que el propio medio no permitía producir. Determinados alimentos alcanzaban un alto valor de cambio porque gozaban de un alto prestigio gastronómico, su demanda no podía ser atendida por la oferta local: las especias, el azúcar, el cacao, el café, el coco, y una amplia lista ya se utilizaban en las cocinas de Torrevieja a principios en el siglo XIX, resultando significativos.

Dos perspectivas trazan la alimentación de aquella Torrevieja, el mercado semanal de los viernes y los pocos productos que los barcos introducían: los ultramarinos, esos productos que antaño que se vendían en tiendas especializadas y que indicaban que eran productos de importación.

Aquellas tiendas se caracterizaban por tener uno o varios mostradores -que solían ser de mármol blanco-, tras los cuales se encontraba el vendedor o vendedores. Eran locales pequeños, oscuros y un con aspecto más de almacén que de tienda. Cuando se entraba en ellos se detectaba un conjunto de aromas mezclados que les caracterizaba. Estas tiendas solían tener algunos instrumentos característicos para poder servir y distribuir las porciones de alimentos, uno de los instrumentos más comunes es la balanza, solían haber guillotinas para cortar bacalao en salazón, molinillos de café, asó como bomba y medidores de aceite para graneles. Eran como una permanencia del antiguo Imperio Español en los rótulos y muestras de los establecimientos: la Cuba del azúcar cande, el Puerto Rico del café de caracolillo, tiendas que ahora se titulan con el nombre de «delicatessen».

Aquellos olores de las tiendas de coloniales. Unos ángeles negros que portaban alegorías del café, con sus cajas litografiadas de carne de membrillo de Puente Genil, con el vidrio solemne de sus tarros. Los frascos con los enormes melocotones en almíbar y las cajas de caramelos de café con leche. Todo ese mundo colonial y ultramarino, aquellos olores, aquel era el maravilloso mundo de las tiendas de comestibles, donde el dueño en una más que usada botella despachaba el aceite a granel, escanciándolo desde aquella máquina parecida a un viejo surtidor de gasolina en miniatura; se metía la paleta de metal en los abiertos cajones con garbanzos, alubias, arroz, azúcar, etcétera. La cizalla de cortar el bacalao, la barrica de madera con las sardinas saladas colocada como una rosa de los vientos sobre el mostrador.

En el mercado semanal de los viernes se intentaba reforzar la autonomía alimentaria, con contingentes de productos de los pueblos cercanos de la vega del río Segura: los pescadores de Torrevieja y los agricultores de la huerta del Segura excluían de su dieta los productos de mayor calidad para poder venderlos en los puestos callejeros. El impacto de los mercados semanales y de los vendedores ambulantes se incrementó a medida que la moneda penetra en los hogares. Los lunes en Guardamar y Benijófar; los martes en San Miguel de Salinas y Orihuela; los miércoles en Callosa de Segura; los jueves en Rojales; los viernes en Torrevieja, Los Montesinos y Pilar de la Horadada; los sábados en Almoradí, etcétera.

Parafraseando al mismo Josep Pla, podríamos decir que «la cocina de Torrevieja son los productos presentes en sus mercados, metidos en la cazuela», puesto que para comprender las características de un sistema alimentario es preciso analizar la oferta externa de alimentos, la influencia del mercado sobre la cocina, y la de la cocina sobre el mercado y sobre la producción local. Desde el punto de vista histórico, el grado de autarquía que «ha permitido» un paisaje o «ha impuesto» el mercado condiciona, pues, la cocina del lugar, su estabilidad y sus transformaciones.

Pocos discutirán la importancia de las especias o del bacalao y el arenque en los regímenes alimentarios de Torrevieja y en toda la comarca del Bajo Segura. Sin embargo, ninguno de los dos pescados, ni la pimienta, ni la canela, ni el clavo formaban parte de su paisaje. Asimismo, cabría añadir que otros muchos productos o recursos que sí que estaban presentes en el ámbito de la comarca y no fueron incorporados al sistema alimentario que le hubiera correspondido, así sucede con las moras, los erizos de mar y la salicornia.