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El hombre que se susurraba a sí mismo

Éramos pocos... y reapareció Aznar. En un día en el que la atención pública estaba pendiente de todo un cambio de gobierno, cuando el foco destacaba con fuerza las imágenes de Mariano Rajoy y Pedro Sánchez, protagonistas, como saliente y entrante, de la actualidad política española, salta al ruedo, cual maletilla en busca de una oportunidad, alguien a quien se consideraba ya jubilado de estos menesteres, metafóricamente acomodado en un sarcófago de bien remuneradas asesorías, conferencias de postín y consejos de administración. Decidido a salir, a codazos, en la foto de estas decisivas jornadas y a no privar a sus conciudadanos de sus campanudas elucubraciones, el exlíder de la derecha nacional vino a contraprogramar el protagonismo que, con toda lógica, los acontecimientos reservaban a Rajoy y Sánchez. Mientras su sucesor iniciaba la retirada él agarraba el micrófono y se daba por reaparecido, finiquitando así el paréntesis en la gobernanza del centro derecha hispano, un paréntesis que él, tras el numerito del cuaderno azul, abrió desde su regia y digital autoridad, minutos antes de abandonar a sus huestes a una sombría orfandad de la que, súbitamente, se ofrece para rescatarlas, aunque ese colectivo que pastoreó otrora no expresara nostalgia alguna por su pasado liderazgo.

Ocurre, sin embargo, que Aznar desapareció de las candilejas de la política nacional hace ya casi tres lustros y el paso del tiempo arrasa, implacable, ciclos y vigencias que van a parar a los archivos de la Historia. Quiénes no son capaces de asimilar esta filosofía acaban convirtiéndose en un puro anacronismo. Y esa es la sensación que deja esta inoportuna, y oportunista, reaparición «estelar» de un expresidente del Partido Popular que no es que no sepa si es de los suyos, que ya proclama que no lo es, sino que les regala una despiadada necrológica, despectiva y cruel, que ha disipado de un plumazo el más o menos fingido respeto que se le venía tributando por sus antiguos correligionarios al tiempo que él inauguraba sus alfilerazos. Rechazando la tentación de la generosidad para con el sucesor y la tropa popular, ha dinamitado todos los puentes con un portazo que ha hecho temblar los cimientos de Génova. Para Aznar el centro derecha está desintegrado, hundido y enfrentado y para recomponer este puzzle caótico se postula él mismo, ¿quién mejor? Como para salir corriendo.

Fiel a su estilo, nos arroja este análisis y la consecuente auto propuesta, con la grandilocuencia que le caracterizó siempre porque cuando el expresidente se asoma al escenario se acompaña de una escenificación que apoya en un tono de voz cavernoso acorde con una tensa gestualidad, nada relajada, que parece presagiar, con los silencios oportunos, una declaración de altísimos vuelos.Con tanta solemnidad por delante parece que nos va a explicar la teoría de cuerdas o el teorema de Euclides. Nada menos. Asusta imaginar cómo nos anunciaría este hombre, desde la pantalla, la inminencia de una borrasca sobre la península.

Más allá de levantar acta de la descomposición del centro derecha y su oferta para recomponerlo, el señor Aznar se desentendió por completo de los capítulos de sombra de su ex partido. Aunque muy cercanos los episodios de corrupción y sus protagonistas -con algunos de ellos compartió la foto en las escalinatas de la Moncloa- él se dibujó a kilómetros de distancia de todo aquello y enfatizó, vigorosamente, su currículum, sin que pudiera deducirse de su intervención, ni siquiera aplicando el carbono 14, el más mínimo indicio, atisbo o rastro de autocrítica, aunque, en su historial, algunos ejemplos hubo capaces de provocar una reflexión bien alejada del triunfalismo. Pero este hombre que tanto gusta de escucharse y hasta susurrarse a sí mismo parece olvidar algunas voces que antaño sí que disintieron de algunas de sus decisiones. Para qué recordar aquella adhesión a la guerra de Irak, armas de destrucción masiva incluidas, que si, por un lado, desestabilizó por completo el avispero de Oriente Medio, le permitió a él, sin embargo, poner los pies en la mesa del patán tejano aquel día en que se decidió a sentar a un pobre a su mesa; para qué evocar su nefasta e interesada gestión del atentado terrorista de Atocha cuyos autores, según él, no había que buscar en lejanos arenales sino en nuestra propia casa; para qué echar mano del archivo gráfico de la pretenciosa boda en el Escorial con tantos corruptos por metro cuadrado, o para qué recordar su descarado egocentrismo cuando tuvo la ocurrencia de declarar al The Wall Street Journal al ser preguntado por las razones del crecimiento de la economía española: «Yo soy el milagro». Con un par.

Cualquier otro personaje, con estas resumidas credenciales, se autoexcluiría de la tarea de azotar a quienes le sucedieron, en un alarde de deslealtad con los suyos y mucho menos se atrevería a erigirse en el gladiador capaz de dominar el circo político del momento. Acostumbrado a oírse a sí mismo, Aznar, ignora que ya son muy pocos los que le escuchan.

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