Ensimismado en mis cosas, observo a través de la ventana a un grupo de niños jugando al fútbol. Y así, en apenas un pestañeo, paso de mis asuntos al corazón al fijarme en los colores que lucen los chavales durante el partidito; siempre lo hago, deformación pasional. Personalísimo sondeo demoscópico que calibra para mis adentros la salud del herculanismo en la ciudad que lo vio nacer.

Desde la lejanía distingo camisetas del Madrid, Barça, Atleti... intuyo que muchas reflejan de qué pie cojea el padre, sin embargo, yo no puedo evitar que su visión me recuerde a la madre que los parió. Curiosamente, la mala leche que me producen, es siempre inversamente proporcional a la distancia a la que se encuentra el club que representan. Me molesta menos una camiseta polaca (no es metáfora) que una del Valencia, por poner un caso. Ni siquiera me hace ser más condescendiente el hecho de que yo mismo, en la candidez de mi juventud, flirteé con algo «més que un club».

Y es que, muy al contrario de lo que comúnmente se dice, los años me han hecho ser menos tolerante y con el tiempo, me he convertido en un auténtico talibán; un xenófobo futbolero (aunque inofensivo). Espero que el Dios del fútbol me sabrá perdonar.

Pero dejando a un lado mis fobias y traumas personales, una vez más el milagro del Chepa se constata: a pesar de los pesares, y después de años de sinsabores y batacazos, por los parques, colegios y urbanizaciones de nuestra ciudad, siempre se encuentra a niños que sueñan en blanquiazul. Entre el glamuroso mundo de la Champions League que se aprecia desde mi ventana, relucen como el sol dos camisetas herculanas de última generación. Confieso que en este caso me hago trampas al solitario ignorando el hecho de que sus dos portadores me pedirán más tarde un beso de buenas noches antes de acostarse. Esto debe ser «la cocina» de las encuestas de la que hablan los politólogos.

Hoy el «tsunami merengue-culé» evangeliza en pantallas de alta definición y prime-time televisivo, mientras el fútbol local asiste perplejo al espectáculo y se aferra a las migajas de la herencia sentimental como único baluarte para su supervivencia. La educación lo es todo que decía mi abuelo.

Es por ello que en esta época de vacas escuálidas se hace necesario desde el club iluminar más que nunca ese sendero pedregoso y escondido que lleva camino al Rico Pérez. Facilitar las cosas a los chavales (y a sus progenitores, que son los que pagan y guían), sembrar para el futuro que nos viene. «Dejad que los niños se acerquen a mí» debería figurar pintado en grandes letras de colorines en todas las puertas de nuestro estadio. Malabares en los tornos, parques de bolas en las gradas y barras de chuches en el descanso si hace falta. Es una cuestión de supervivencia.