El nuevo ministro de Asuntos Exteriores, Josep Borrell, declaró en su día, a propósito de la pretendida secesión de Cataluña: «La comunidad internacional no reconocerá una i ndependencia por las bravas de una región más rica, que quiere escapar porque no quiere ser solidaria».

No hay más que ver la reacción que ha provocado la noticia en el mundo soberanista para darse cuenta de la sacudida que provocó el anuncio del primer nombramiento del nuevo Gobierno.

La gente con el lápiz más afilado ya ha dicho que, a los que se topan con él en el Gobierno y precisamente con sus votos, se la han colado, «una provocación y una tomadura de pelo».

Leridano, hijo de un panadero que costeó sus estudios en universidades de prestigio, ingeniero aeronáutico, doctor en economía, catedrático de matemáticas, ministro en Madrid y presidente del Parlamento Europeo, es un orgullo para todos los catalanes.

Dicen los independentistas que es un renegado y que no tiene el perfil idóneo para comenzar un diálogo. Y andan desencaminados porque es cuña de la misma madera aunque no tiene problema alguno en sentirse español. Quizás la preocupación de quienes dicen esto, radique en que será difícil encontrar a alguien tan idóneo para explicar «las cuentas y los cuentos de la independencia» y el verdadero alcance del golpe de Estado.

Puede que de ahí arranque la iracundia del president legitim, que no ha tardado en acusar recibo al gol que, «apologetas, satisfechos y pomposos», como les ha definido, han endiñado a los 17 diputados independentistas de ERC y PdCAT. Se preguntaba, lamentando la elección de quien, «le dijo la sartén al cazo», ha contribuido al «odio» contra Catalunya: «¿Es este el gesto que tenían pensado para enviarnos un mensaje fraternal de desescalada?». O es que ¿acaso está pensando, pero no lo dice, que contra los anteriores inquilinos, se vivía mejor?

Es posible que la animadversión también tenga que ver con que Borrell, que fue presidente del Instituto Universitario Europeo de Florencia, es un dialéctico temible para sus adversarios, como quedó demostrado en aquel inolvidable debate en televisión con el presidente de ERC. Le vetó TV3 que evitó dar publicidad a ese «baño», celebrado por los catalanes preteridos, ese 50 por ciento que parece no existir para la televisión pública catalana.

Al nuevo ministro le reprochan que sea jacobino, o lo que es lo mismo, que esté a favor de que el Estado sea el valedor del bien común, por lo que es fundamental la obediencia a la Constitución y a las leyes. Justo todo lo contrario de lo que ha sido el continuum de la sedición en Cataluña.

Le conocen bien en el Parlamento Europeo, de manera que si los prófugos, acantonados en Bélgica o Alemania, tratasen de denostarle como integrante de un «gobierno franquista», los de la UE, de tanto reír, se arriesgan a desportillarse el esfínter.

Su nombramiento, destacado del resto del casting del nuevo Gobierno, ha querido ser singularizado, con varios mandados a la vez. Sobre la base de un prestigio internacional intacto, la apuesta ha sido por un «duro» que no se arredra con los mitos del independentismo. Envite que el elegido ha aceptado, con 71 años, pero sin atisbo de complejos.

A diferencia de las incandescencias anteriores, quien ha dado buena imagen de Cataluña y de España en Europa, no regateará esfuerzos en internacionalizar lo que se está ventilando y será heraldo eficaz en la denuncia de las hazañas de los secesionistas en un proceso en que se han malversado formidables recursos de los contribuyentes.

Para los que, desde el fanatismo, se obstinan en el delirio de la discordia, el nuevo canciller español, social demócrata, europeísta y catalán, no va a ser un contrincante precisamente fácil, por personalidad y carácter. Su nombramiento, es un acierto sustancial para los intereses de España, aunque no sea «un catalán bueno» para sus adversarios.