Información

Información

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Juan R. Gil

Análisis

Juan R. Gil

Carne de cañón

La primera moción de censura que triunfa desde la recuperación del régimen democrático ha puesto fin a un Gobierno insoportable para dar paso a un Gobierno inviable, en el contexto de una legislatura que nació muerta pero se resiste a morir.

Lo higiénico habría sido que Mariano Rajoy hubiera renunciado a ser el candidato del PP en los últimos comicios, precipitando con ello la regeneración de su partido. No siendo así, entonces que hubiera dimitido cuando se conoció la sentencia de la Audiencia Nacional en la que se condena al PP como partícipe de la trama corrupta que lideraban Francisco Correa, de un lado, y Luis Bárcenas, de otro; y a él mismo se le considera un testigo «no creíble» o, lo que es igual, un político sin crédito. En último término, que hubiera disuelto las Cámaras (prerrogativa que sólo él, como presidente del Gobierno, tenía) y llamado a las urnas.

No habiendo hecho Rajoy nada de eso, lo responsable habría sido que Pedro Sánchez promoviera la moción de censura sólo como un movimiento instrumental destinado únicamente a desalojar del Gobierno a quien no debía seguir en él, para convocar de inmediato a los ciudadanos a decidir su propio futuro. Porque esta moción de censura no nacía de una confrontación de proyectos políticos ni de Estado (el PSOE era hasta anteayer socio del PP en la aplicación del artículo155 de la Constitución en Cataluña y el PNV aliado de los populares hasta un día antes en la aprobación de los presupuestos), sino de un imperativo moral: tras la sentencia de Gürtel, Mariano Rajoy no podía seguir siendo quien representara a los españoles desde la principal de sus magistraturas. Pero la legitimidad de esa moción de censura -legitimidad moral y también democrática, porque en un régimen parlamentario domina quien más diputados es capaz de reunir- no implica un salvoconducto: que sea repudiable un Gobierno manchado de corrupción no supone que resulte deseable uno que, simplemente, no puede llevar a término ningún tipo de programa para este país porque, lejos de disponer de los apoyos suficientes para ello, se sustenta en un conglomerado de intereses contrapuestos e incluso espurios, que atentan directamente contra la esencia de la izquierda que el PSOE dice representar. ¿O es que el populismo y la xenofobia en la que ha degenerado la antigua CiU, por ejemplo, es ahora compatible con la socialdemocracia?

Seguro que han escuchado muchas veces la sentencia que reza que la diferencia entre un político y un estadista es que el primero sólo piensa en las próximas elecciones mientras que el segundo tiene puesta su mirada en las próximas generaciones. Parecería imaginada para la España actual. Si Rajoy no se ha ido cada vez que los hechos le impelían a hacerlo ha sido pensando exclusivamente en el interés de su partido y en el suyo propio. Al primero, al PP, lo ha acabado hundiendo; en cuanto a él, le toca a partir de ahora deambular como alma en pena por el Congreso de los Diputados para no perder el aforamiento que le libra de que un juez de instrucción cualquiera pueda abrirle causa. Y si Sánchez pretende gobernar en una situación parlamentariamente imposible es también buscando ventaja para sus siglas y para su propia persona, tras haber pasado de inquilino siempre al borde del desahucio en Ferraz a señor de la Moncloa. Ambos, Rajoy y Sánchez, han apelado una y otra vez a «los ciudadanos». Pero resulta que ninguno se fía de ellos y los dos coinciden en tratarlos como menores de edad a los que conviene no preguntarles porque seguramente no saben qué es mejor para sus vidas. Estamos buenos.

No es esa, la de la visión de los ciudadanos como mero rebaño necesitado de pastoreo, la única similitud entre Mariano Rajoy y Pedro Sánchez a día de hoy. Ambos son prisioneros de un mismo y único objetivo: ganar tiempo. Pero para ellos y sus partidos, no para este país ni sus problemas. El PP vive ya el síndrome UCD, el terror de precipitarse a un abismo que les lleve, sin transición, del Gobierno a la indigencia. La guerra civil que se vivía en su seno, reflejada en esa instantánea del 2 de mayo pasado en la que la secretaria general, Dolores de Cospedal, y la vicepresidenta del Gobierno, Sáenz de Santamaría, miraban cada una para el lado contrario, sentadas con una silla vacía de por medio, ha emergido con la mayor de las crudezas desde que el viernes se acabó lo que se daba. Los bandos enfrentados necesitan que Rajoy se quede, pero como un zombie: sólo el tiempo necesario para que uno destroce al otro. El que gane será el que lo entierre, precisamente para legitimarse. Pero el riesgo evidente es que la victoria de cualquiera sea pírrica. Santamaría quiere quedarse los despojos; los otros se aferran a la tabla de Núñez Feijóo para salvarse del naufragio. Unos y otros confían en que el partido resista al menos hasta las elecciones municipales y autonómicas pero, paradójicamente, han puesto ya en marcha el mecanismo de autodestrucción y esas elecciones pueden darles la puntilla. Entre tanto, en el campo socialista las contradicciones se irán haciendo tanto más insuperables cuanto más cerca, precisamente, estén esos comicios a ayuntamientos y autonomías. Las concesiones que el Gobierno de Sánchez no va a tener más remedio que ir haciendo si quiere mantenerse son radicalmente incompatibles con las necesidades de los barones socialistas en cada una de sus circunscripciones. Así que, en los dos casos, ganar tiempo puede ser perderlo.

Es la tormenta perfecta. Y la Comunitat Valenciana se va a situar, literalmente, en el ojo de esa tormenta, el lugar donde reina una calma aparente, incluso donde parece que los cielos se despejan, justo cuando más peligro se avecina. Porque a priori esta comunidad podría pensar que resulta beneficiada con el cambio de gobierno: al fin y al cabo, el PP la ha maltratado presupuestariamente. Pero eso no tiene arreglo ahora, supuesto que Pedro Sánchez ha prometido, precisamente, mantener esos presupuestos discriminadores, no cambiarlos, así que podemos encontrarnos con el espectáculo de ver a diputados y senadores socialistas de Alicante, Valencia y Castellón respaldando unas cuentas que hasta la semana pasada consideraban desastrosas para la Comunitat. Por otro lado, abrir una mesa de negociación para el nuevo modelo de financiación autonómica que necesitamos se antoja, ahora más que nunca, una quimera. Así que el Govern del Botànic puede aplaudir el cambio hasta romperse las manos. ¿Qué otra cosa podrían hacer Ximo Puig o Mónica Oltra? Pero lo más probable es que acaben parafraseando a Vázquez Montalbán y suspirando porque contra el PP se vivía mejor. Al menos, dispararle era fácil, incluso divertido. Pero ahora, habiendo hecho, con razón, de la reivindicación de un mejor trato fiscal desde Madrid el principal eje de su argumentario político, habiendo llegado a sacar a la sociedad civil a la calle en demanda de un cambio inmediato de reparto, ¿qué va a pedir en los próximos meses nuestro Gobierno autonómico a los valencianos? ¿Paciencia?

El propio Puig se encuentra en una situación complicada. Apoyó la moción de censura desde el primer minuto, pero no fue consultado, según él mismo ha confesado, a la hora de su presentación. Sus diferencias con Pedro Sánchez son conocidas y su enfrentamiento con el hombre fuerte de este nuevo gobierno, el valenciano José Luis Ábalos, viene de lejos y se libra casa por casa. Ábalos ve llegada la oportunidad de ir a por todas en la lucha por controlar el PSPV desplazando del poder a Puig, y es dudoso que la vaya a desaprovechar.

El PP también tiene en esta comunidad otro de sus teatros de batalla principales. La cúpula popular en estas tierras está mayoritariamente con Sáenz de Santamaría pero tiene enfrente el vozarrón y las tablas del exministro de Exteriores, García Margallo. El discurso de Bonig y los suyos, equiparando al PSPV y Compromís con ERC y el PdCAT, viene de lejos y puede cobrar vuelo con cada paso que dé Sánchez si éste no es extremadamente prudente, pero en todo caso los populares serán como el pollo que corre sin cabeza y, a la postre, sólo estarán trabajando en beneficio de Ciudadanos, un partido mudo en València y que sólo tiene discurso para Madrid o Barcelona.

Así las cosas, es difícil no tener la impresión de que en un tiempo trascendental como éste, la Comunitat Valenciana sigue estando al margen de cualquier decisión. Sin peso alguno, tanto antes con Rajoy como, por lo que se ve venir, a partir de ahora con Sánchez. Somos periféricos. Carne de cañón.

Lo último en INF+

Compartir el artículo

stats