En El tiempo amarillo, sus memorias, Fernando Fernán Gómez solo anotó que se había casado con María Dolores Pradera. En 12 años tuvieron dos hijos. El silencio era elocuente pero poco descriptivo. La conocí menos, pero me permito escribir más.

Hace 18 años, me sorprendió lo menuda y delicada que era María Dolores Pradera. Fue antes de subir las escaleras que llevaban al escenario. Desapareció detrás de una columna, reapareció bajo el haz de luz, un rompimiento de gloria en la oscuridad del auditorio, esbelta y firme, la mano derecha en la clavícula izquierda, y empezó el recitado sólido y nítido de su cantar.

Ese efecto del escenario está descrito, pero no lo vi nunca en plano secuencia con tanto beneficio para el artista como con María Dolores Pradera.

En la conversación era una narradora divertidísima, con repertorio de contertulia artística de primer nivel. Comparto una anécdota suya, empeorada por la flaqueza de mi memoria y por la pérdida en el trasvase de géneros, de la narración actoral a la escrita.

En el camerino, la Pradera pasaba los cinco minutos antes de actuar a oscuras y en silencio para acariciar un trance de tranquilidad. En él estaba, en una ocasión, ¿en Buenos Aires? cuando se encendió la luz y vio reflejado en el espejo que irrumpía algo grande y oscuro con enormes dientes y el pelo naranja y disparado.

María Dolores «soltó un grito de pánico que alargó y trasformó en una simulación de alegría -«¡aaaaaaaaay, Celia Cruz!»- y se levantó a abrazarla con el corazón todavía sobresaltado.

Años después, volvieron a encontrarse a plena luz y sin sorpresa. Dolores la saludó esta vez con normalidad.

La cantante cubana le reprochó:

-Ya tú no me quieres como entonces, en Buenos Aires.