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Afiliación y legitimidad

Estamos metidos de pleno en una época de desencanto. Desde que afiliarse a un partido presupone en muchos casos la condición previa para entrar en la cadena de empleos ligados a la Administración, la militancia apasionada por la defensa de las ideas corre el riesgo de convertirse en extravagancia. La Constitución del 78 fabricó un blindaje alrededor de los partidos políticos, patronales y sindicatos que les preserva desde entonces como exponentes legítimos de la sociedad. El grado de afiliación y la reciente condena del Partido Popular por corrupción tornan el reconocimiento constitucional en un privilegio discutible, pero la consagración de la Carta Magna evoluciona a distinta velocidad que el cambio social. Pablo Iglesias e Irene Montero tienen todo el derecho a comprar el Taj Mahal si llega el caso, pero lo del chalé habría sido difícilmente defendible frente a los acampados del 15-M. Las ONG no se libran del clima de desconfianza cuando nos enteramos de que miembros de organizaciones cuyo prestigio se ha labrado a base de esfuerzo y solidaridad, se escudaban en esto último para cometer abusos entre las capas más vulnerables de la sociedad.

La militancia activa ha pasado a ser casi una heroicidad. Por eso es importante que un sindicato como UGT celebre esta semana su 130 aniversario, el trigésimo desde que se conformó la estructura autonómica en la Comunidad Valenciana. Constituye un mérito la longevidad de la central sindical, pero tan plausible se antoja que los trabajadores mantengan todavía el convencimiento de que ser miembro de UGT o de CCOO, partido o patronal, va más allá de la asunción de pertenencia a una clase. Es fundamental que las organizaciones sociales que legitima la Constitución no adulteren sus principios fundacionales. De ello depende algo más que presumir de representatividad. La democracia entera se sostiene sobre esa legitimidad.

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