El mayor cambio en la política española de los últimos lustros ha sido el fin del bipartidismo dominante, provocado por una doble y contrapuesta realidad: A) la pulsión por las «políticas del cambio», alentadas por la crisis económica; y B) el incremento de una incertidumbre temerosa, que arrastra a buena parte del electorado europeo hacia el conservadurismo y el populismo; esta deriva se ve favorecida aquí por la crisis catalana. El sistema ha pasado a caracterizarse por la afirmación de dos bloques que organizan el relato izquierda/derecha, aunque de manera inestable en el seno de cada uno de ellos, y con componentes variables de legitimación basada en razones identitarias. En algunas comunidades autónomas la emergencia en la agenda del cambio de nuevos protagonistas -como Compromís- aporta complejidad y riqueza a la situación. El aparente fraccionamiento del sistema no es, en sí, causante de ningún bloqueo, aunque haya elementos de este tipo provocados por: 1) la prioridad dada por algunos a situar la cuestión de la hegemonía en el propio bloque por encima de intereses generales; 2) la ausencia de una cultura de gobierno de algunos, que provoca una gestualidad «naif» que debilita los relatos del cambio; y 3) el hundimiento del modelo de acción política del PP, con un liderazgo basado en la inacción que no satisface ni sus propias expectativas y alienta críticas que se extienden a algunos aspectos fundamentos de la democracia, sobre todo porque el boquete de la herida de la corrupción se ensancha cada vez más conforme los focos judiciales y policiales van penetrando en las entretelas de su descaro.

El mayor efecto de todo esto es la quiebra de la estrategia preponderante de los antiguos grandes partidos. Esa estrategia podemos definirla como la suma de movimientos tácticos caracterizados por el deseo de atraer votos del centro e impedir, a su vez, la fuga de sus electores a ese centro. Las autodenominaciones de centro-izquierda o centro-derecha no eran sino el símbolo de ello -el PSOE, circunstancialmente, podía hacer un leve giro a la izquierda-. No es un fenómeno genuinamente español: se ha producido en otros sistemas estatales y subestatales, configurando uno de los rasgos de la política de postguerra, con los partidos «atrapavotos». Ello no significaba renuncia a la propia ideología, pero sí el aplazamiento sine die de buena parte de su realización, en especial para las fuerzas de centro-izquierda, más condicionadas por los poderes fácticos. Esa tendencia endémica, a su vez, requería de pactos con élites locales difusas y confusas, alianzas opacas con algunos medios de comunicación, obsesión por la presencia mediática o la configuración de aparatos especializados en frenar los intentos de renovación: llegaba a ser más importante conservar las cuotas de poder interno que ocupar espacios de poder institucional, porque ello podía implicar la pérdida de privilegios para buena parte de los cuadros del partido. Todo esto es lo que ha mutado con el fin del bipartidismo, aunque queden sedimentos que acogen fósiles del sistema, e, incluso, algunos de esos rasgos sean imitados por expresiones que se reclaman de la «nueva política». En su conjunto, tal sistema no era totalmente perverso: aportaba tranquilidad y previsibilidad y era funcional para gestionar épocas en las que la crisis económica era inimaginable. Se volvió inútil y contraproducente cuando la crisis llegó y, a la vez, se hizo evidente que el bipartidismo también suponía pactos de difícil justificación, como la colonización de órganos constitucionales o estatutarios en los que debía primar la pluralidad y la neutralidad, o que generaba un gasto que estaba detrás de algunos casos de corrupción. Por todo ello el bipartidismo se volvió incompatible con discursos basados en la renovación y la demanda de mayores dosis de transparencia y ética pública.

El modelo de salida del bipartidismo en la Comunidad Valenciana es original: por primera vez la democracia valenciana dispone de un sistema propio de partidos que permite que la rigidez que otros padecen aquí pueda evitarse. Nadie me acusará de barrer para casa si afirmo que la presencia y potencia de Compromís es la clave de bóveda de este sistema propio. Porque Compromís ha aportado la normalización de la pluralidad y el pacto. El régimen «popular» se caracterizó por décadas de autoritarismo puesto al servicio de una ideología «de la prosperidad». Fue un régimen consistente en eliminar controles en las fronteras entre lo público y lo privado, entre el interés particular y el interés general. Frente a ello, el Botànic ha quebrado ese relato estructural que, en última instancia, trajo descrédito, pobreza e insolidaridad, pues la eliminación de esos controles supuso redirigir incontroladamente el tráfico de múltiples recursos a los peajes establecidos en beneficio del partido y de parte de sus dirigentes y amigos.

El Botànic ha demostrado que es posible reajustar los ejes sin caer en la inacción, aportando una prudente ilusión a una sociedad estragada y agotada de tanto triunfo de cartón. Me atrevo a decir que esto no se hubiera conseguido con la mayoría absoluta de un partido. Que todos los actores del cambio aceptaran la necesidad de contar con los demás, pues todos podían reclamar parte de la victoria, fue la primera condición para entender la realidad: no se trataba de ordenar a un muerto que se levantara y anduviera, sino de infundir al enfermo confianza en sus posibilidades para acometer su propia rehabilitación, con reglas de juego claras en un ambiente de asepsia. La principal aportación de Compromís era su propia presencia: el regulador del que se carece en otros escenarios y el catalizador necesario de la prudencia. Pero no quita ni un ápice de valor a la generosidad e inteligencia del PSPV y de Podem.

Sin embargo, nada de todo ello hubiera sido posible si no se hubiera integrado en el adn de ese proyecto la idea de «gobernabilidad» que, como queda dicho, ha sido en otras instituciones uno de los déficits de las políticas del cambio, más empeñadas en recrearse en tragicomedias sentimentales que en entender que un buen gobierno fuerte es lo que necesitan los sectores sociales más vulnerables. Esta es la aportación del Botànic: la convicción práctica de que el color del gato sí que importa y que lo que hay que saber muy bien es qué ratones hay que cazar. Se admitirá que el Botànic ha inaugurado modos distintos de gobernar, primando valores como la transparencia, el enunciado comprensible de objetivos, la dación de cuentas, la austeridad o el diálogo con infinidad de sectores sociales. Y la admisión normalizada de errores: un filósofo ha explicado que la democracia es el único sistema que sabe que se equivoca. Por eso admitir errores sin que ello conduzca a una crisis tras otra, a desgarros y a tensiones innecesarias que crispen la sociedad, es parte de la tarea del gobernante demócrata. No entenderlo es lo que lleva a fracasos. Algunos ejemplos tenemos en ayuntamientos.

Estas afirmaciones tienen el respaldo de la evidencia: no sólo estamos ante el Consell más estable de la democracia valenciana, sino que esa estabilidad se ha puesto al servicio de un impulso reformista, verificable en leyes y otras normas y estrategias aprobadas. Se podrá discrepar de alguna medida adoptada, pero negar que la acción de gobierno ordenada es una realidad cotidiana y, en la mayoría de casos, eficiente, es negar lo obvio. De muchas etapas del gobierno del PP -con mayoría absoluta- no se podría decir lo mismo. Ni hoy puede afirmarse del Gobierno de España. Y no es victimismo recordar que el ambiente en el que se ha producido esta magnífica adaptación al medio es especialmente hostil: la infrafinanciación y el endeudamiento son muy graves, pero también la inestabilidad de las instituciones españolas, la conversión del PP en una parodia de sí mismo sin voluntad de interlocución. Y ello por no insistir en la urgencia por revertir el legado de descrédito de las instituciones valencianas, en la necesidad urgente de recambio en el modelo productivo, en la inaplazable articulación de algunas estructuras de la sociedad civil o en la vertebración comunitaria desde nuevos referentes. A ello debería sumarse el grosero intento de la derecha de trasladar aquí el conflicto catalán: pese a la presión sufrida en nada se ha alterado la marcha de la democracia valenciana; quien intente jugar a eso obtendrá quizá un mínimo aplauso efímero, pero también un desdén inteligente y perdurable.

Por supuesto estos análisis intentan hacerse con la cabeza fría, incluso con el corazón frío, desde la esperanza de poder descifrar las entrañas de una realidad compleja pero asequible a los discursos normales en las democracias. Pero ese intento se desvanece cuando apreciamos hasta qué nivel los tricornios y las togas, los altos muros de la patria mía cercan el pasado del PP, condenadamente prisionero de sí mismo y con un futuro en libertad vigilada. Su último legado es obligarnos a seguir hablando de ellos, a matizar toda previsión, a instalarnos en el temor a que su nacionalismo de Panamá o las Islas Caimán nos muerda, a tener que seguir dando explicaciones porque, a base de presumir inocencias, hemos tenido que asumir colectivamente sus culpas.

No es sólo un problema moral. Es un problema económico porque seguirá lastrando el prestigio de la marca valenciana. Y es un problema político porque el partido que gobernó décadas, el que aún reclama votantes, aunque sean anestesiados, es, a efectos de dirigir y construir, absolutamente irrelevante mientras sus impulsos los dirijan fantasmas, por vocingleros que sean. Y ello no tanto por sus pecados del pasado, sino porque están dinamitando, ellos mismos, su historia, despidiendo a marchas forzadas a sus ídolos de ayer pero, sobre todo, por su incapacidad obscena para definir propuestas de futuro sustancialmente distintas de las razones y prejuicios -autoritarismo, clientelismo, economía del mínimo esfuerzo, elusión de problemas de vertebración y defensa medioambiental, ausencia de modernización estructural de los proyectos culturales- que fueron causa del tsunami de la corrupción. La política-Picassent y la economía-boda de hija de Aznar no nos sacarán de problemas.

Que la confianza haya mejorado con rapidez, contra todo pronóstico y contra tanto agorero, hasta ofrecer datos mucho mejores que los que poseemos en estudios similares aplicados al conjunto de España, es la mejor muestra de la evolución. A ello ha contribuido con eficaz intensidad y lealtad el liderazgo de Ximo Puig y Mónica Oltra, tan enfrentados para algunos derechistas, prisioneros de sus imaginarios patológicos, como unidos en todas y cada una de las decisiones fundamentales: las diferencias de carácter y trayectoria que fueron presentadas como líneas de fractura, han resultado ser eslabones que fortalecen el proyecto común. Si Isabel Bonig sólo da para enunciar sus pretensiones en términos de alarma de Reconquista, este Tanto Monta, Monta Tanto, ha resultado ser una respuesta tan concluyente como ordenada, perspicaz y necesaria.

La cuestión, llegados a este punto, consiste en debatir la perspectiva a medio plazo, imaginar las posibilidades y conveniencia de una reedición del Pacte y Govern del Botànic -con independencia de su composición partidaria-. Por supuesto serán las organizaciones que lo sustentan quienes deban definir sus bondades, ensalzar los logros de la gestión y, llegado el momento, redefinir el programa y los estilos de funcionamiento. Pero no se trata aquí, esencialmente, de eso: la cuestión consiste en analizar si estabilidad y reformas serían posibles con cualquier otra fórmula de gobierno. Mi respuesta es que no, por esa alteración sustancial en el sistema político que impide al bloque de la derecha virar al centro y a ninguno de los actores de la izquierda caer en el mismo error, al menos de manera suficientemente significativa. Ciudadanos sólo ha encontrado un camino desde hace meses: girar lo más aceleradamente posible a la derecha, porque el éxito de su radical-nacionalismo españolista sólo podrá convertirse en crédito electoral si demuestra al antiguo electorado del PP que es como el PP pero limpios. Puede tener otros matices y no dudo de la buena voluntad de alguno de sus dirigentes: pero están condenados a ese ejercicio de funambulismo, aunque sólo sea por su incapacidad para presentar propuestas propias.

Con un agravante: llegar al Gobierno precisaría que de su mano volviera el PP más identificado con la corrupción, con lo que su proyecto real niega su relato y promesa ideal. Es cierto que, en otra plaza importante, Madrid, ha sido así. Pero, a su pesar, hay muchas personas de ideología no-izquierdista que están convencidas de que es demasiado pronto para que el PP valenciano tenga otra oportunidad. Cualquier enjuague que Ciudadanos quiera hacer con estos mimbres será mortalmente peligroso. Allá ellos si en vez de enfrentarse a esa realidad prefieren distraerse con banderas y con sus correspondientes mitos. El Botànic ya ha demostrado fuerza y voluntad para oponerse a esa ciénaga. Por lo demás no sabemos qué garantizaría mejor la inestabilidad: si un PP en mayoría apoyado por un Ciudadanos voraz o un PP altivo y resentido en su derrota dando apoyo a un Ciudadanos al que juzga una banda de aficionados advenedizos. A diferencia del Botànic esa no sería una alianza forjada por años de convergencia en les Corts y en las luchas cívicas, sino un puro matrimonio de conveniencia y desconfianza. La hipótesis de un Gobierno en minoría con apoyo de la otra fuerza desde los escaños parlamentarios no hace sino reforzar la imagen de despropósito, y ni a Ciudadanos le serviría para su estrategia española ni resultaría admisible al PP de los egos quebrados por reiteradas penitencias.

Sea como fuera, la realidad inmediata se jugará en una franja de centristas e indecisos de nuevo tipo, que ya no son partículas móviles susceptibles de ser atraídas por las grandes masas de antaño. Y son más difíciles de encantar en cuanto que los polos que les reclaman son plurales. Existen transferencias posibles de voto, así como la incorporación de nuevos votantes por edad o procedentes de la abstención. Sin olvidar una variable transversal que los analistas empiezan a destacar: los electores «digitales» frente a los «analógicos», es decir, aquellos que priorizan su voto según perciben la imagen de partido proclive a la modernización frente a la de partidos dados a imaginarios tradicionalistas, lo que podría explicar algunas transferencias curiosas Ciudadanos/Compromís. Y otra variable que nadie se atreve a pronosticar: la influencia del voto local en los resultados autonómicos. Poca sustancia para cambios radicales si lo que se decide es la continuidad de una gobernabilidad escasamente puesta en entredicho o el regreso del PP al mando. Por supuesto existe una tentación en las mentes nerviosas de estrategas rutinarios: una alianza entre PSOE y Ciudadanos, que comienza a presentarse como posibilidad abierta. Personalmente me parece muy remota, pues la argumentación de ambos partidos se vuelve endemoniadamente complicada si abren esa puerta. Al PSOE no le sirve invocar la estabilidad cuando se la garantiza una repetición del Botànic y Ciudadanos sufriría un alejamiento del electorado del PP, que es clave en términos valencianos y españoles. Curiosamente esta hipótesis beneficiaría a Compromís, que gana en cualquier caso si conserva la centralidad de la izquierda, con todos los beneficios de convertirse en heredero único del Govern del Botànic. Por lo demás no imagino a Ximo Puig con Toni Cantó de vicepresidente, ni viceversa.

Cualquier lector podría pensar que mi optimismo es absoluto. Nada más lejos de la realidad. Mi espíritu es necesariamente escéptico: en mi vida política -casi coincidente con mi vida física como persona adulta- he vivido más derrotas que victorias y estoy suficientemente vacunado contra el vicio de vender osos antes de cazarlos. Porque soy consciente de que hay un año difícil por delante, lleno de perplejidades, que son el actual alimento para los terremotos. Pero, sobre todo, soy consciente de que los últimos meses de las legislaturas los cargan los diablos de la soberbia y la ambición y los disparan los mediocres, que nunca faltan en ninguna formación política: esos triviales dirigentes al borde del ataque de nervios, cebados de encuestas sin fin y elucubraciones sin cuento. Asambleas abiertas, primarias, debates, redes sociales? son esos maravillosos inventos de profundización democrática que tienen el reverso de premiar la imprudencia y de alborotar las familias en las que tienden a agruparse las militancias. Esa clase de militancia alentada por cabecillas que enseñan a ver la verdad en términos de blanco o negro porque ignoran que «la duda es uno de los nombres de la inteligencia», que dijo Borges. Y luego están los que conciben la política como el peso acumulado de fotografías, la presencia en tribunas o los centímetros cosechados en titulares.

El Botànic tiene que llegar hasta el último minuto con el saludable espíritu de ironía contenida hacia sí mismo con el que ha transitado por pedregales que han quedado atrás. El buen humor es un patrimonio intangible que perturba a los adversarios mientras que, a nosotros, fieles a nuestro origen, nos da un aire floral y mestizo que nos permite ir dibujando las próximas propuestas. Si somos fieles a ese espíritu ninguna de las partes del pacto perderá en lo esencial: todos juntos ganamos. Eso no lo puede decir la derecha. O sea, que ya ha pasado el tiempo de pedir más años como premio a lo que hicimos. Llega el momento de pedir más años con la mirada y la esperanza puestas en lo que queda por hacer.