No hace mucho, mi madre, camino de los 99, me contaba que en septiembre de 1939 vivía en Burgos cuando era la secretaria personal de Ramón Serrano Suñer, cuñado del innombrable. Todo esto me lleva a confirmar que cuanto mayor te haces más se difumina la memoria reciente y más lúcida es la lejana. Nada más cierto para explicar mi pasión por el Real Madrid. Todo comenzó un 4 de Septiembre de 1960, cuando tenía 7 años. No recuerdo qué hacía en Madrid ese día, supongo que unas mini vacaciones para visitar a la familia de mi padre antes de empezar el cole. Nos metió a mi hermano Javier y a mí en el 600 y se encaminó dirección a calle Delicias 28, para después de achuchones de abuelos, sentarnos en unas sillas incómodas delante de un televisor ( el sofá estaba reservado para los mayores), y empezar a ver un partido del Madrid contra el Peñarol de Montevideo (en dos colores, blanco y negro ), escuchando a un locutor de nombre Matías y apellido Prats. Jugaba el Madrid como campeón de Europa ( ni Champions ni música de UEFA ), la 5ª, después de vencer al Eintracht de Frankfurt con un resultado humilde, 7-3.

Fue la primera Copa Intercontinental de la historia, primer partido en Montevideo, 0-0, y vuelta en Madrid, 5-1, goles de Puskas, Di Stéfano, Herrera y vaselina final de Gento, hoy Presidente de Honor de nuestro club. No sé cómo se diría entonces, pero enganchao me quedé, amor a primera vista, Cupido no me acertó con una flecha sino con todas las que llevaba en el carcaj, sin antídoto posible de cura. Años más tarde, después de estudiar en EEUU, volví a España, y mira por dónde, mi padre, funcionario errante, había abandonado mi Asturias natal para sentar plaza en el foro. Recogido en el aeropuerto por mis padres, que no me conocieron al bajar las viejas escaleras de Barajas, pelo largo, cinta en el pelo, cruz de madera colgada del cuello, «peace and love», Woodstock, con un castellano casi olvidado, me encaminaron en su nuevo coche, un MG, heredero del 600, al que estuve criticando todo el trayecto hasta nuestra nueva casa por su tamaño.

Todas las críticas cesaron de inmediato cuando en Castellana dirección Norte atisbé a mi derecha la capilla Sixtina del fútbol, Chamartín. Absorto me quedé cuando mi padre aparca en un garaje de un edificio al ladito del estadio, y me dijo, ésta será tu nueva casa. Sin palabras en ningún idioma me quedé. Mientras estudiaba las interioridades de una central nuclear y después con una oposición, no me hacía falta una radio para saber cómo iba el Madrid cuando jugaba en casa, el eco grave lo delataba. Y empezó la larga travesía por el desierto. La sexta Copa, todavía en blanco y negro, fue en 1966 contra el Partizán de Belgrado, e hicieron falta 32 años hasta llegar a Amsterdam, en color, la bestia negra, la Juve, hasta que Mijatovic, a escasos metros de donde me encontraba hiciera el definitivo 1-0, y se abrió la veda. Dos años más tarde, en 2000, con un Real en la Liga interior para tirar a la basura, tuvo que viajar a París para enfrentarse en la final con el Valencia, que llegaba como un cohete. Ni que decir tiene que tanto en los jardines de la torre Eiffel, como en el resto de la capital de Francia, sólo había naranjitos, y allí estaba yo como cordero dispuesto al matadero. Dormir en la isla de San Luis, a espaldas de Notre Dame, me traía recuerdos del jorobado aspirando a un sueño inalcanzable. Guardo dos recuerdos de ese día, uno, cuando Raúl agarra un balón cerca del centro del campo y empieza su particular ruta de Santiago, sólo, sin asistentes, dribla a su ex Cañizares, engaña al defensa e introduce con languidez el balón en el poste derecho. La faena con el capote terminado el partido ya es historia; dos, tuvimos que llevar a un che al hotel que se había pasado con el anís, concejal de Altea, dar el pésame al Ex de Telefónica, que había llegado en vuelo privado en jet con algunos de esta ciudad que lo pueden atestiguar, y pedir que nos regalaran algunas de las cientos de botellas de champagne que tenían esperando al frío, primera planta del hotel para celebrar la victoria del Valencia, vacía. Llegamos a 2002, Glasgow, toca Bayern Leverkusen, y quien llegó a esa final, aparte del resto del coro, fue Roberto Carlos quien por la banda izquierda tiró una piedra bombeada al área y allí apareció un alma blanca, Zidane, que de volea con la zurda, se cuela en la escuadra. Con 2-1 a favor del Madrid, César, el portero se lesiona, y tiene que salir un meritorio, un tal Casillas, 55 días sin jugar. Allí se ganó el sobrenombre de «el Santo», que realizó tres intervenciones prodigiosas para asegurar la Novena Copa de Europa del Real Madrid y poner los primeros cimientos de su inabarcable leyenda, y de paso permitirme conocer los lagos de Escocia. Y de leyenda pasamos a leyenda, Zidane, que años después de aquella gesta cogió el Madrid en horas bajas y sin ser un reputado entrenador se ha dedicado a sacar de sus jugadores lo mejor de ellos mismos y del espíritu del Madrid. A pesar de lo dicho al principio, los madridistas no perdemos la memoria, nos sumergimos en ella.

PD: No hablo de la Décima y de la Undécima porque mi mujer y mi hijo son colchoneros, y supongo que lo entienden.