Pablo Iglesias se ha metido en un lío como una casa. Opinar sobre la compra que él e Irene Montero puede equivaler a meterse en un jardín. Pero no tan grande como el de su mansión. Donde unos ven el chalé otros ven El pisito de Berlanga.

La cosa no es que no puedan disponer de su dinero como más les plazca, la cosa es que han dispuesto también de su dinero futuro, es decir, se han engarzado tanto al sistema que les conviene que el sistema funcione. No era esto a lo que vinieron. Han pasado de descarriladores a maquinistas. Lo que Iglesias ha llamado siempre régimen del 78 es ya un buque al que Podemos ha decidido subirse y que para hundirlo ha de hundirse Podemos también. A Iglesias esto le va a perseguir de por vida. De por vida política.

Someter la adquisición del casoplón a consulta entre las bases es tratar de legitimar cualquier maniobra y que ya no pueda discutirse más. Intuición: los militantes de la formación morada elegirán «casa» antes que «autodestrucción». Ni en «susto o muerte» está tan clara la elección. Es lo que tiene que te planteen una elección binaria sin grises ni matices. Plebiscito de libro. De libro pinochetista o soviético. No sé si es cierto que con ellos los medios se estén cebando especialmente. Lo que sí es cierto es que ellos se ceban a veces con los medios.

Proyectan un mensaje burgués: chalé, Galapagar, hijos, síndrome del nido. Tal vez lo próximo sea la comunión en un asador de la carretera de La Coruña o un colegio del Opus o la propagación en La Tuerka de las bondades de la programación familiar de Antena 3. Tienen el mismo derecho a hacer con su vida lo que les salga del costillar como nosotros a exigirles coherencia. No digamos ya sus votantes. El portavoz de los desheredados aspira a vivir como un potentado. Ya es miembro de pleno derecho del chaletariado. Tal vez el escándalo de la compra de la casa sea en realidad un escalón más de esa escalera que está conduciendo a la descomposición de algo o de todo o del país o del sistema político actual: lo de Cifuentes, lo de Torras, lo de Pablo Iglesias, no son casos comparables ni tienen nada que ver pero son martillazos en la conciencia del sufrido contribuyente, espectador o ciudadanito, que va teniendo la impresión de que todo se va a la porra, de que nadie es lo que dice ser. De que, como decía aquel sabio, «aquí todo el mundo va a lo suyo. Menos yo, que voy a lo mío». Casas veredes, Sancho.