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Crónicas precarias

Pánico en el parque de atracciones

Las compras a través de los titanes 2.0 tampoco ayudan demasiado

Hace unos días cerraron una de mis librerías favoritas, un espacio maravilloso en el que dejar pasar la tarde buscando prodigios literarios. Una de esas direcciones que atesoras con orgullo y recomiendas a amigos y conocidos para fingirte más interesante de lo que en realidad eres. Otro comercio local que perece. Ubicado en pleno centro de la ciudad, el alquiler del local ya no resultaba asequible: hace falta vender muchos miles de ejemplares de Los detectives salvajes para abonar un arrendamiento mensual tan elevado. Las compras a través de los titanes 2.0 tampoco ayudan demasiado. Por cierto, recordarme que otro día hablemos del régimen de explotación laboral que está imponiendo Amazon.

El caso es que, desgraciadamente, no es la primera vez que observo despedirse a un negocio que me hacía feliz. Esta semana ha sido la librería con los estantes más hermosos de la Vía Láctea, pero hace unos meses fue ese cine al que acudí demasiado poco y unos años atrás el barecillo en el que despachaban empanadas argentinas. Todos arrollados por una época que no atiende a ternuras.

Siempre que baja la persiana uno de esos rincones que han jugado un papel esencial en mi ciudad imaginaria, que son mi hogar fuera del hogar, me reconcome el debate interno. Por una parte, considero que como consumidores tomamos decisiones políticas a través de nuestros actos cotidianos. Tenemos pues cierta responsabilidad en cómo se transforman nuestras ciudades. Pero, al mismo tiempo, ¿es justo culpar a la población (que ya sufre en sus carnes las injusticias de este endemoniado sistema) por la subida desproporcionada de los alquileres, la débil protección institucional al pequeño comercio, la gentrificación o la falta de legislación respecto algunos nuevos modelos de negocio? ¿Cuántos libros tendríamos que haber comprado al mes cada uno de nosotros y durante cuántos años para que no hubiera cerrado esa librería? ¿Es correcto poner el foco en nuestros hábitos en lugar de exigir políticas que protejan los espacios culturales y el comercio local y de proximidad? ¿Los actuales ritmos vitales son compatibles con comprarle las rosquilletas a Paqui, la panadera de tu barrio, en lugar de hacerlo en una gran superficie?

No tengo respuesta para ninguna de esas preguntas. Si estabais buscando a uno de esos articulistas que tienen contestación para todo, incluso para los interrogantes que nadie les ha formulado, os habéis equivocado de lectura. De hecho, yo uso este hueco para desfogarme porque en casa ya están hartos de mis diatribas de lunática intensita.

En fin, supongo que ahora ese goloso local situado en el epicentro mismo de la actividad guiri se verá convertido en una tienda de souvenirs o una franquicia de veloz comida insípida. Justo el tipo de negocios que crean tejido social y hacen barrio, ¿eh? Se nos están quedando los cascos históricos convertidos en unos parques de atracciones chulísimos. Enclaves temáticos ideales para pasar un fin de semana de turisteo, pero incompatibles con la existencia a medio plazo. Dejo por aquí otro tema para abordar en las próximas semanas: el reto moral que supone intentar visitar un país sin contribuir a todas estas dinámicas que tanto nos indignan cuando estamos en casa. ¿Quién necesita la vida real cuando tiene un montón de cartón piedra a su disposición?

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