Europa concibió la orden de detención europea para agilizar el procedimiento de extradición sobre la base de la confianza mutua entre los Estados miembros.

Hace apenas unos días, un tribunal belga ha rechazado la entrega de los exconsejeros Puig, Comín y Serret aduciendo un defecto de forma en la tramitación de la euroorden. La petición estaba basada en el auto de procesamiento del magistrado Llarena y no en una nueva orden de detención nacional. El Supremo ha aludido al desconocimiento del sistema judicial español por parte de la justicia belga, así como a la ausencia de compromiso en la colaboración judicial solicitada por España.

Es un mérito indudable del secesionismo haber sabido internacionalizar la cuestión catalana con un discurso lastimero y convincente, reivindicativo de democracia y libertad que ha convertido a nuestro país en una democracia imperfecta, de honda raíz franquista, en continua y delirante persecución de la disidencia ideológica. La duda está sembrada y se va extendiendo por los países de la Unión Europea.

El ejercicio inédito de escapismo de nuestros políticos ha evidenciado una palmaria confusión entre el poder ejecutivo y el judicial en los países de acogida. Es precisamente su condición de exgobernantes la que ha socavado sin reparo la división de poderes allí donde se han instalado.

La maraña judicial y política propiciada por Puigdemont y su séquito de prófugos ha desbordado las previsiones iniciales. El marasmo de peticiones, escritos, réplicas y contrarréplicas ha sembrado un caos protector inmune a las euroórdenes, amén de devaluar al Tribunal Supremo al rango de un juzgado de paz.

Los sucesivos reparos opuestos por Bélgica y Alemania a la devolución de los fugados obedecen a la consideración efectiva de que se trata de acusaciones políticas que no merecen reproche penal. En conclusión, la euroorden no rige para la clase política, no concernida por los delitos cometidos a propósito de su ideología; esta parece ser la razón subyacente en las triquinuelas jurídicas dilatorias empleadas por la justicia alemana y belga. El Código Penal no vincula a los políticos que, dotados de una privilegiada inmunidad, sienten el abrigo y la condescendencia de Europa: la política entendida como el manto protector y sanador de fechorías independentistas. En este escenario, podría aplicarse la conocida máxima del jurista Ulpiano que sintetizaba la idea del poder imperial desligado de los vínculos de la ley: princeps legibus solutus est. Valga el símil.

Así las cosas, resulta sorprendente la inacción del Gobierno español respecto de sus homólogos alemanes y belgas, habida cuenta de que la situación no solo compete a los jueces, como se apresuran a afirmar el presidente del Gobierno y sus ministros con una ligereza impropia, sino que es también, básicamente, su responsabilidad.

Dentro de unos meses, cuando se inicie el juicio, el agravio comparativo entre libres y encarcelados será intolerable, en perjuicio de España. En Europa se hablará de juicio sumarísimo, sin garantías para los encausados, y de la persecución de la democracia y de la libertad desde las instituciones del Estado español.

Probablemente, el debate político y jurídico seguirá avivándose durante largo tiempo en el corazón de Europa. Entretanto, el panorama aquí se agrava ante la pasividad de un Gobierno incapaz de tomar las riendas del problema y obstinado en parapetarse tras la toga del juez Llarena.

Entre dimes y diretes internacionales, la credibilidad de nuestro país ha sido puesta en entredicho y se ha emitido una señal inequívoca de impunidad ante el quebrantamiento del orden constitucional de un Estado miembro. Europa no puede permitirse transformar el orden en desorden, ni el concierto en desconcierto en lo que al nacionalismo se refiere.

Mientras desde Bruselas y Berlín se acusa de impericia a la justicia española, se invalida la motivación última de las acusaciones al considerarlas políticas y se paralizan los procedimientos judiciales de extradición, en Cataluña, con el nuevo presidente, la situación tiene visos preocupantes de empeorar.

Como reza la popularizada máxima de Tito Livio: «Roma deliberante, Saguntum perit».