Recordarán la figura de Álvaro Figueroa, conde de Romanones, conocido por dejar a otros aprobar las leyes y reservarse el derecho a redactar los reglamentos. El personaje debió ser ciertamente singular porque ser ministro en numerosas ocasiones ?aunque fuera por cortos periodos de tiempo- no es nada habitual. Más aún cuando su curriculum se complementa con la presidencia del Congreso, del Senado, del Consejo de Ministros o la alcaldía de Madrid. Y casi medio siglo ocupando escaño en las Cortes Generales. Rico y cacique, pero también buen conocedor de los entresijos de la Administración Pública. En fin, todo un profesional de la política que sabía bien para qué diablos sirven las leyes, cuando no hay especial interés en aplicarlas.

A la vista de la enorme producción de normativa que caracteriza a nuestro país, no hay duda de que la opinión de Romanones sigue estando de actualidad. Las distintas administraciones públicas españolas ya superan la disparatada cifra de 100.000 normas en vigor, incluyendo tanto las que tienen rango de ley como sus correspondientes desarrollos. Incluso aún quedan vivas cerca de 300 leyes franquistas, prácticamente una cuarta parte de las vigentes con ámbito nacional. Mucha legislación para una sociedad habituada a saltarse las normas como le viene en gana. Cierto es que el desconocimiento de la ley no exime de su cumplimiento, pero ya me dirán ustedes cómo podemos manejarnos entre tanto desparrame.

Aunque los proyectos legislativos suelen nacer en el poder ejecutivo y no tanto de los parlamentos ?como así debiera ser-, no está mal que se le dé faena a sus señorías. Entre comisión y comisión, se van ganando el jornal mientras se esmeran en mejorar las propuestas iniciales. O, al menos, así cabe esperar que suceda. Ahora bien, uno se pregunta si este empacho legislativo no será más perjudicial que beneficioso. Ojo, que un servidor no apuesta por un Estado anómico, pero tampoco por la producción indiscriminada de normas que, si algo tienen de negativo en muchos casos, es su inviable materialización posterior. Por supuesto que, a falta de un correcto andamiaje legal, no hay orden social que se mantenga ni derecho individual que se disfrute. Tampoco está de más el blindaje parlamentario si se pretende evitar que las políticas públicas varíen alegremente, al son que marca el ministro o consejero de turno. Sin embargo, cuando las leyes y normas quedan en simple alimento de la maquinaria burocrática, pierden su razón de ser.

Si bien está legislar para justificar el salario, no lo es tanto cuando se hace con la clara intención de marear la perdiz. Menos aún, por supuesto, si afecta a los derechos sociales, práctica excesivamente habitual en la política española. Quizás algo más acusada a nivel autonómico, habida cuenta de su mayor impacto como medio de soslayar carencias en la gestión pública. Y es que no hay mejor instrumento que la promesa populista ?eso sí, con rango legislativo-, cuando el tiempo se agota y la ineficacia empieza a ser evidente. Ya me gustaría que, en próximas legislaturas, nuestros dirigentes llegaran algo más aprendidos a la hora de gobernar.

Las promesas utópicas deberían quedar en campaña y, con ellas, ese apego que algunos demuestran a los principios propagandísticos de Goebbels. Gestionar lo que es de todos, se trata de algo más serio; no acepta estas alegrías, como tampoco el habitual recurso de responsabilizar al pasado de la ineficacia en el presente. Duele especialmente ese juego perverso de los «derechos imposibles» y los «derechos imposibilitados», que no son lo mismo por mucho que suenen similares.

Uno empieza a hartarse de esas leyes que prometen lo inalcanzable ?el «derecho imposible»- y que se aprueban a sabiendas de que se trata de una quimera. Parece lógico que sean recogidos en la Constitución como objetivo de máximos, pero es incongruente su reiteración en las legislaciones autonómicas. Basta echar un vistazo a los múltiples ejemplos de leyes que «garantizan» el derecho a la vivienda cuando la oferta social es inexistente; o a un empleo que, supongo, Dios proveerá; o a esa sanidad universal y gratuita que, en realidad, suele conllevar un copago farmacéutico y una aportación indirecta mediante impuestos. Todos y cada uno de estos derechos ?y mil más-, acaban siendo recogidos en las leyes de un país extremadamente garantista de derechos, pero dudosamente cumplidor de lo comprometido. Los «derechos imposibilitados», esos que son factibles pero quedan a un lado para dar prioridad a otros intereses, mejor obviarlos ¡Hay tantos!

Decía Montesquieu que las leyes inútiles acaban por debilitar a las que son necesarias. Y, con tanta morralla, habitualmente nos quedamos en lo superfluo sin ahondar en lo verdaderamente necesario. Vean, si no, lo que ocurre con las discutidas aplicaciones de nuestro Código Penal o el caos educativo que han generado las seis leyes aprobadas en apenas tres décadas. Son ejemplos en los que deberíamos disfrutar de mayor estabilidad y que exigen un esfuerzo parlamentario que, por el contrario, se encuentra más volcado en asuntos de menor interés social. La cuestión es dejar herencia legislativa, por intrascendente que ésta sea. Y es que, en España, no hay gobierno que renuncie a dejar huella en los parlamentos nacional o autonómicos correspondientes. Otra cosa es el desarrollo posterior, esos reglamentos que muchas veces quedan en el olvido cuando la promesa legislativa choca con la realidad presupuestaria. Y peor, mucho peor, el uso populista de estas normas. En esto sí somos auténticos campeones.

Pues nada, prepárense al bombardeo de promesas legislativas que nos espera en los próximos meses. Muchas decaerán en su tramitación parlamentaria por falta de tiempo o, en el mejor de los casos, serán aprobadas para que otros, quienes vengan detrás, asuman su más que dudosa implantación. Promesas en forma de derechos legales que serán imposibles de materializar, utilizados como instrumento para rascar votos aquí y allá. Recuperar derechos, sí, pero solo en el papel.

¡Joder, qué tropa!, que diría Romanones.