Con frecuencia se escucha que los sentimientos son irracionales y que sobre asuntos sentimentales no se puede discutir porque su visceralidad los pone fuera del alcance de las razones. Ya lo habría dicho Spinoza: los sentimientos son ideas confusas. Además, el hecho de no poder evitarlos ni dirigirlos le parecía al filósofo holandés una cargante servidumbre. Y otro tanto le pareció a Séneca y a los cínicos, es decir, a todos los que prefieren la inalterabilidad en medio de las convulsiones de la vida.

Sin embargo, también suponemos que una razón perfectamente lógica pero completamente ajena a los afectos es una forma unidimensional y empobrecida de ver la realidad. Además, sin sentimientos la razón es de una frialdad potencialmente monstruosa. Psiquiatras y criminólogos coinciden en señalar la falta de empatía y afectos en los sujetos capaces de las mayores crueldades.

Seguramente, definir el sentimiento como una idea confusa es, más bien, una idea muy confusa sobre lo que es un sentimiento, y expresa mucho peor la naturaleza de los afectos que la dificultad de penetrarlos intelectual y comprensivamente. Esa dificultad surge, a mi juicio, de que los sentimientos son precisamente otra forma de comprensión de la realidad; una forma distinta de las ideas. De hecho, lejos de la suposición de que son ciegos, los sentimientos son más bien lo contrario: estimaciones valorativas de la realidad.

En ese sentido, los sentimientos son como juicios sobre las cosas padecidos por quien los hace. Es decir, lo peculiar de tales dictámenes es que propiamente no los hacemos sino que nos pasan: nos pasa que nos ponemos tristes, alegres o temerosos ante una persona, un acontecimiento o, simplemente, ante la existencia misma. Así que son estimaciones de la realidad que nos incluyen en ella y no nos dejan fuera como observadores, porque nos descubren como parte de lo que ocurre. Por eso no nos sentimos dueños de los sentimientos y más bien parece que se adueñan de nosotros y nos arrastran comprometiendo o modificando nuestra situación.

Las emociones nos empujan en la dirección que señalan porque el órgano que emite tales valoraciones es uno mismo, de manera que obrar contra ellos implica un cierto desgarro. De ahí que pensar los afectos como estimaciones de la realidad tenga, al menos, el rendimiento de permitirnos comprender mejor qué somos los humanos: unos seres que no se definen solo por lo que hacen sino también y muy decisivamente por lo que les pasa, ya sea a su gusto o a su pesar, afortunada o desgraciadamente.

Por eso y más allá de sentimientos particulares ante situaciones precisas, las emociones introducen la presentida conciencia de la fatalidad con la que estamos expuestos ante la dicha y la desgracia y todas sus formas intermedias. Tenemos sentimientos porque no podemos evitar ser afectados, o mejor, ser afectables. Así que la afectividad sería algo así como la conciencia prereflexiva de la expuesta fragilidad de toda vida humana.

Reforzar esa fragilidad es razonable, pero pretender la inalterabilidad es una escapatoria que solo la cura de una existencia dramática puede precisar. En sí misma considerada, la insensibilidad es una disminución de nuestro sentido de la realidad y supone una pérdida no asumible: la de la propia humanidad.

Ese fue el caso de Aquiles. No era solo su fuerza e invulnerabilidad lo que le convertían en un guerrero temible: ambas le hacían ajeno a la expuesta fragilidad de todo lo humano y a la compasión que merece. En realidad, ese perfil es el propio de la primera juventud en los individuos más dotados para la competición y la lucha. La insensible inconsciencia de los riesgos es parte del arrojo juvenil.

Pero es sabido que el mítico guerrero tenía un lugar en el que sí era vulnerable: el talón. Si bien, el verdadero talón de Aquiles no estaba tanto en su cuerpo como en su amigo Patroclo, cuya muerte acabó con la invulnerabilidad del guerrero invencible. Desde entonces, y mucho antes de morir asaeteado, Aquiles ya llevaba en su interior las tres heridas del hombre: la de la vida, la de la muerte y la del amor, que, como dijo Miguel Hernández, son «los tres nombres de la vida».

Ni la vida, ni el amor ni la muerte son cosas que nosotros hagamos. Si se piensa bien, en lo sustancial las tres nos ocurren. Incluso para el suicida, una cosa es producir la muerte y otra morirse; la primera se puede hacer, la segunda en realidad siempre es algo que nos pasa. Y otro tanto ocurre con la vida y con el amor: al respecto de uno y otro hacemos muchas cosas, pero estar vivo o estar enamorado son sucesos que nos constituyen.

Esas tres heridas introdujeron al guerrero nacido de una diosa en la comunidad de los hombres mediante la conciencia de la azarosa vulnerabilidad que nos cruza de parte a parte. Por eso Aquiles se compadeció inesperablemente del dolor suplicante de Príamo, el anciano padre de su enemigo abatido y ultrajado. Por eso le permitió al viejo enemigo llevarse el cuerpo de su hijo para darle sepultura.

Pero no se trata solo de que, como dijo Virgilio, "porque no ignoro las desgracias, sé socorrer a los hombres", sino que la afectividad misma, en su conjunto, nos avisa de que la desgracia y la dicha gravitan como «un manotazo duro» sobre la vida del hombre. Y que ante una y otra solo nos cabe el consuelo o la felicidad de no estar solos y tener compañía.

Y es que esa vulnerable exposición ante el daño es también la apertura por la que podemos dar y recibir consuelo: la única defensa ante el infortunio que no suprime sino que adensa la humanidad y su sentimiento, ése que nos une con los demás y es la pobre pero apreciable sabiduría de la que somos capaces. Haría falta un Dios que hubiera padecido la tristeza o el miedo y que llevara abiertas las tres heridas para que se pudiera buscar una compañía y un consuelo más grande que esa pobre pero ennoblecida sabiduría humana.