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Apuntes

El cronista pop

Se nos muere otro mito de los sesenta y setenta, el mejor cronista de una época junto al otro padre del nuevo periodismo, el gonzo Hunter S. Thompson, el del lado salvaje que le catapultó al segundo lugar del podio, porque el primero, con permiso de Didion, Southern o Talese, lo ocupó siempre el elegante escritor de terno y sombrero blanco, del que se despojaba para rastrear a los actores de sus crónicas de la contracultura y los cambios sociales. Imposible no rendirte a su talento cuando en la adolescencia descubres a un tipo que titula sus libros El coqueto aerodinámico rocanrol color caramelo de ron, Ponche de ácido lisérgico o Mau-Mauando el parachoques. Ajeno a toda correción política, especialista en crearse enemigos en el mundo de la literatura, el arte, la arquitectura, y lo que se le pusiera a tiro, la empresa, la judicatura, las nuevas instituciones de la cultura popular, los héroes americanos... Wolfe no cayó en la trampa del debate sobre la objetividad en el periodismo -nunca nadie le negó la mayor-, se metió hasta el tuétano en las historias, pero sin ser el protagonista (primer mandamiento que solo incumplió en su debut editorial), y lo bordó con páginas de la mejor literatura periodística de la mitad del siglo pasado americano. Nos enseñó que la anécdota y el detalle lo pueden ser todo en periodismo, que, además de saber narrar, hay que saber fijar la mirada, que la mejor forma de destripar una historia es estar dentro de ella, sin necesidad de recurrir a fuentes. A él debemos expresiones como radical chic, marxista rococó, culturburgo, la danza de los bohemios... con las que desnudaba la pomposidad vacua que tantas veces anida en la cultura. Muchos lo tacharon de reaccionario por ridiculizar los discursos de la modernidad y, aunque apoyó a Bush hijo, fue un demócrata reconvertido en liberal. Y qué más da. Como leer a Dickens para entender el siglo XIX, también periodista antes que escritor, para captar el apasionante siglo XX hay que leer al gran provocador.

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