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Javier Mondéjar.

El indignado burgués

Javier Mondéjar

Sublime sin interrupción

Yo leí a Umbral que había leído a Baudelaire antes de leer al propio Baudelaire. Una frase de Las Ninfas condensaba en la adolescencia todo mi universo, lo que quería haber sido y lo que quería ser: «Hay que ser sublime sin interrupción». Muchos de mis amigos, sobre todo los más antiguos, saben de mi obsesión por seguir la consigna baudelairiana, con escaso éxito de crítica y público, también es verdad. Sólo se puede ser sublime si te acompañan los astros o eres el elegido de los dioses, y en cuanto a lograrlo sin interrupción no hay Lord Byron que lo haya conseguido, aunque se acercara, con lo que los humanos defectuosos tenemos un grave problema de imposible solución. La frase la completaba Baudelaire y no Umbral: «El dandy debe vivir y morir ante el espejo. Hay que ser siempre poeta, incluso en prosa».

Lo he recordado porque desde el fallecimiento de mi amigo «Moscú» no dejan de venirme a la cabeza conversaciones y rittornattos. Como ese «no empece, como dice Mondéjar», que repetía una y otra vez incluso delante de ministros haciéndome ruborizar, o ese otro «eres un estético» con el que solía acabar nuestras discusiones cuando no le quedaban argumentos. Pero no quiero escribir de Valenzuela, tiempo al tiempo, sino de ese barniz con el que nos disfrazamos algunos para que el frasco sea mejor que el contenido o que en todo caso siga siendo mono, aunque lo del interior haya perdido las esencias. En realidad, Baudelaire no deja de responder al ideal rockero: «Vive rápido, muere joven y deja un cadáver presentable», porque no veo yo que la decrepitud de la ancianidad permita muchas alharacas de sublimación.

El intento de no dejar que en nuestras vidas se filtre la cotidianidad es un loable y fútil deseo. No hay posibilidad alguna de que un bípedo consiga evitar el día a día que nos consume y nos aplasta. No hay riquezas suficientes, ni nivel profesional, ni situación en la escala jerárquica que nos libre de transitar por el mundo como lo que somos: unos recién llegados que se van a despedir pronto y a los que les fastidia irse de la fiesta antes de que haya salido el último invitado, fundamentalmente por ver si se anima y especialmente para que no se hable (mal) de nosotros a nuestras espaldas.

Es posible que, si admitiéramos que jamás seremos más que sublimes a ratitos o incluso que lo lograremos tres o cuatro veces en toda nuestra existencia, no tendríamos esa desazón constante. Pero el afán por lograr la bella figura condiciona nuestros actos y cuando somos conscientes de las veces que hemos hecho el ridículo por justamente intentar todo lo contrario nos venimos abajo como cualquier ciclotímico que se precie y cuya moral es un caballo a galope tendido. Y, por cierto, sé, y no metafóricamente, lo que es que tu caballo pise un agujero al galope y se precipite él y te lleve a ti a una voltereta con huesos rotos y puntos de sutura. Y mucha suerte, que un bicho de seiscientos kilos con una altura hasta la grupa de metro setenta hay que verlo cuando da una vuelta de campana contigo encima. Exactamente igual que la bofetada que te das, y ésta es ya metafórica, cuando la realidad estropea tus planes y quedas más a la intemperie que el abuelo de Heidi.

Esto de la existencia es una cosa muy rara y si encima tratas de analizarla, no ya de dirigirla que es imposible, sino simplemente tratar de saber hacia dónde va, te sientes perdido y minúsculo. Componer la figura delante del espejo ayuda a comprobar si estás desgreñado, lo que en mi actual situación dura un nanosegundo, pero el resto del tiempo tienes que hacer frente a ese desconocido que te está mirando y que pide que le ayudes a seguir en marcha sin manual de instrucciones. En cuanto a lo de ser poeta incluso en prosa, los últimos versos malísimos que escribí fueron a los diecisiete y desde entonces no creo que haya mejorado. Es más: sé fehacientemente que he empeorado adecuadamente, porque en aquella época sí que quería ser un poeta maldito y ahora me conformo con dejar tres líneas medianamente bien escritas.

Si se están preguntando porqué están leyendo hoy al I.B. que les está contando milongas y demonios particulares tengo dos buenas y una mala noticia: la buena es que han llegado al final del artículo sin tirar el periódico a la papelera; la otra buena es que a ustedes no les da por hacerse trampas al solitario y por tanto tendrán una vida sin altibajos y con menos preguntas y la mala, que estarán convencidos de que el arriba firmante es un neurótico. Lo cierto es que no empece pensar que soy un esteta, como decía Valenzuela.

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