La historia no solo está para estudiarla, para disfrutar de su lectura o para cultas conversaciones de sobremesas alargadas en torno a un buen vino y una mejor compañía. La historia está también -referida sobre todo a los gobernantes- para aprender de ella, para consultarla en momentos de duda, para que te recuerde qué ocurrió tiempo atrás, en escenarios distintos sobre temas similares; la historia está para que te refleje en el espejo de tus miedos los mismos miedos que antes se reflejaron en otros. Y si la historia es todo eso, que lo es, la certeza alcanza su máxima expresión en la historia más reciente. Ironizando sobre la frase de Sigmund Freud y la evolución de la historia, «estamos progresando; en la Edad Media me habrían quemado y ahora se conforman con quemar mis libros». ¿Y qué nos ha demostrado la historia más reciente entre otras amargas enseñanzas? El incurable cáncer del nacionalismo; y con él, su carácter antidemocrático, su filosofía excluyente, su absoluto desprecio por los otros, su xenofobia, su discurso del odio, su genética supremacista, el maltrato a la verdad, su convicción manipuladora, el culto a la violencia.

Pese a tratarse de un acontecimiento histórico bien conocido, reciente, citado en multitud de ocasiones, da la impresión de que no hemos acabado de entenderlo. Me refiero al malhadado Pacto de Múnich de septiembre de 1938 en virtud del cual la democrática Gran Bretaña claudicaba ante el nacionalismo nazi de Hitler entregándole en bandeja la cabeza de un nuevo «bautista», los Sudetes checos, sin consultar tan siquiera a Checoslovaquia. Y todo se hizo para aplacar a la bestia nazi, para rendirse ante su violento discurso en aras a preservar una hipotética paz. El bruto nacionalismo nazi se envalentonaba y la cándida democracia se acobardaba cediendo al chantaje. El primer ministro británico, Chamberlain, firmante de la infamia, definió el acuerdo como «la paz con honor», añadiendo que todo dependía de la sinceridad y la buena voluntad. Era tal el suicida buenismo que practicaron las democracias frente al nazismo, que hasta la revista Time nombró a Hitler hombre del año 1938. Frente al taimado y cobarde Chamberlain se alzó la voz de Churchill cuando le replicó «os dieron a elegir entre el deshonor y la guerra, escogisteis el deshonor y ahora tendréis la guerra».

España -incluida Cataluña- está soportando desde hace mucho tiempo, día a tras día, el intenso, violento, excluyente y xenófobo chantaje del separatismo catalán, de sus más sediciosos y supremacistas líderes. De suerte que cuanto más gritaba el antidemocrático independentismo más se asustaba la pusilánime democracia. Cuanto más exigía el gobierno de la sedición más concesiones hacía el Gobierno de España. Años y años de completa rendición frente a las intimidaciones separatistas confiando con ello aplacar sus insaciables postulados nos han llevado a la aberrante realidad que hoy se vive en Cataluña y se soporta en España. ¿Paz con honor? ¿Sinceridad y buena voluntad? El resultado lo conocen bien ustedes dos: deshonor y rebelión independentista. Y eso le ha ocurrido y le está ocurriendo a nuestro Gobierno en su aparente mundo feliz. Resulta así premonitoria la frase de Aldous Huxley: «La lección más grande de la historia es que nadie aprendió las lecciones de la historia». Y Huxley sabía mucho del mundo feliz.

¿Cómo es posible que nuestro Gobierno haya perdido frente al independentismo antidemocrático la batalla de la imagen, la imagen en los medios de comunicación, la comunicación de la imagen en Europa? ¿Cómo es posible que nuestro Gobierno esté aplicando con tanto temor y encogimiento el artículo 155 en Cataluña? ¿Cómo es posible que permita a una televisión tan sediciosa y falaz como TV3 realizar un constante ejercicio de ataque a la Constitución española, a España y los españoles, desinformando, faltando a la verdad, pendiente solo del discurso sedicioso e ilegal de los líderes independentistas? ¿Cómo es posible que haya consentido a TV3 realizar y emitir la entrevista que le hizo al etarra Josean Fernández, condenado a 22 años de cárcel por el asesinato de un humilde comerciante cuya mujer se suicidó después dejando cuatro hijos huérfanos? Una repugnante y obscena entrevista, entre contenidas risotadas, en la que etarra dijo no tener ningún remordimiento y que nunca había pedido perdón. ¿Cómo es posible tamaña mezquindad, tanta maldad dicha y escuchada en un programa de la televisión pública emitido en máxima audiencia? ¿Nada tiene que decir el Gobierno que administra en sus manos el artículo 155? ¿Cómo es posible que con el artículo 155 en vigor se consienta que varios profesores hayan humillado a unos niños hijos de guardias civiles delante de todos sus compañeros? ¿Cómo es posible que el Gobierno no haya abierto expediente a esos profesores? ¿Cómo es posible que se consienta el clima de acoso y amenazas en Cataluña contra jueces, fiscales y periodistas, contra todo el que no se declare independentista, contra todos los que manifiestan su condición española? ¿Cómo es posible que el Gobierno de España haya dejado exclusivamente en manos de los jueces esta sinrazón antidemocrática, este asalto a la convivencia de los españoles que ha sido y está siendo el desafío independentista catalán? ¿No tenía nada más que hacer y decir el Gobierno de España?

Intentando una imposible paz con honra, con buena voluntad para no molestar a la bestia haciéndole concesiones en la esperanza de que no nos muerda, se acaba preso de la sentencia que dictara el historiador ruso Vasily Kluchevsky: «La historia no enseña nada; se limita a castigar por no aprender sus lecciones». ¿Las aprenderá nuestro Gobierno?