Memo es una palabra de origen onomatopéyico. Su sonido es el que balbucea el niño que aún no sabe hablar, o el sordomudo que se esfuerza sin éxito por expresarse. Se utiliza, según la Real Academia, para designar a la persona «tonta, simple, mentecata». A lo que hace el memo se le llaman memeces. Aunque tiene un origen muy distinto, resulta muy difícil resistirse a relacionar las memeces -o memadas- con los «memes». Lo escribo entre comillas porque nuestra Academia de la Lengua, tan rápida en incorporar el lenguaje de la calle, aún no le ha encontrado sitio en el diccionario. Los memes se han convertido en el medio de comunicación habitual de muchos usuarios de las redes sociales. Parece ser que los miembros de las tribus de internet han encontrado en el meme su forma más sofisticada para expresar su creatividad y dar salida a sus ideas. Por cierto, usted que es lector de periódicos -de lo que debe sentirse muy orgulloso- igual no sabe lo que es un meme. No se preocupe, no tiene por qué saberlo. Al no figurar en nuestro diccionario, hay que recurrir al Oxford Dictionary: «Texto, imagen, vídeo u otro elemento que se difunde rápidamente por internet, y que a menudo se modifica con fines humorísticos». Si estamos muy interesados, podemos informarnos además de que su origen data de los años setenta del siglo XX, mucho antes de internet, y que procede del griego mime¯ma, lo que se imita. Cuesta creer que usted no haya visto un meme sobre la honradez de los políticos ( Cristina Cifuentes robando en un súper), sobre el funcionamiento de la justicia en España (la sentencia de la Manada), sobre la jefatura del Estado (la reina Letizia discutiendo con su suegra), sobre la unidad de España ( Puigdemont huyendo melena al viento), o sobre el peligro nuclear ( Trump y Kim jugando con el botón rojo). Si usted no ha visto un meme sobre estos asuntos capitales de nuestra sociedad, debe felicitarse por no haber sido contaminado por la memez reinante. Seamos sinceros ¿Quién no ha hecho un meme en su vida? Yo dejé varios en la cara interior de las puertas de los váteres del Instituto Virgen de Covadonga de El Entrego. Aún siento orgullo del retrato de aquel ogro que me embutía las Matemáticas y al que inmortalicé con cuernos y rabo. Lástima que fuera pasto de las excavadoras. ¿Cómo se va a escribir la historia si hemos perdido la expresión artística de aquellos salvajes que habitaron la cuenca del Nalón en las décadas de los 60 y 70 del siglo pasado? Entonces no teníamos herramientas tan sofisticadas como Instagram, Twitter o Snapchat. Ahora cualquiera puede crear memes a su antojo: poner la cara de Cifuentes a una actriz porno, representar a los miembros de la Manada colgados de una cuerda, vestir a Letizia de Morticia Adams o transformar a Montoro en Rambo. Resumiendo, barra libre de memeces, idénticas al vocabulario onomatopéyico y gutural que utilizamos los padres babosos para entendernos con nuestros hijos bebés, a base de guau, tete, tata, mua, popó, bua y otras cursiladas. Nuestros hijos son pequeños pero no idiotas; los idiotas somos nosotros que les hablamos como si fueran mascotas. Alguien debería recordarnos lo ridículos que nos ponemos. Esas ñoñeces son el equivalente de los tan usados memes, símbolo inequívoco de una sociedad infantilizada, idiotizada, mema, en la que hasta las cuestiones más trascendentales las reducimos al chiste, a la grosería, al zasca. Dicen que los periodistas debemos ir a buscar los lectores a estos caladeros, bajar de nuestro pedestal. Pero igual que el padre que habla con sonidos guturales a su hijo está contribuyendo a su ignorancia, si los periodistas hablamos a nuestros lectores a base de memes estaremos contribuyendo a construir una sociedad frívola ignorante, light o líquida, como decía Bauman. El periodismo no puede rebajarse a la memez de la sociedad superficial. Cada nueva frivolidad es otro clavo en el ataúd. Eso sí, luego somos los primeros en escandalizamos de que nuestros lectores soporten largas colas para tomar un café -descafeinado, por supuesto- en un Starbucks.