Información

Información

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Javier Mondéjar.

El hombre que nunca se arrepintió

Durante década y media Antonio y yo pasamos más tiempo juntos que con nuestros hijos. Nuestra relación de amistad personal tuvo un «padre» común: Emilio Vázquez Novo y pasó a ser, sin continuidad, de trabajo codo con codo en la tercera planta de Presidencia del viejo edificio de la Cámara en la calle San Fernando, empalmando desayuno, con comida, merienda, cena y resopón, y discursos, y proyectos, y utopías. Emilio quería que Antonio, entonces presidente de la Diputación fuese un día presidente de la Cámara y cuando lo logramos fue uno de los días más felices de mi vida. Me atrevo a pensar que fue la mejor época de nuestras vidas y quizá también de la Cámara de Comercio, pero para ello debería analizarlo con más perspectiva y no tengo el cuerpo para ello.

De hecho no estoy preparado para juzgar sus claroscuros -que los tiene- porque para mí era un amigo en la definición que compartíamos: «un amigo es alguien que te llama a las tres de la mañana para decirte que ha cometido un asesinato y simplemente le preguntas ¿dónde lo enterramos?». Lo cual no quiere decir que no discutiéramos, que lo hacíamos a menudo y vehementemente, porque para eso están los amigos, para decirse de todo y partirse de risa al día siguiente de los testigos que pensaban que tras esa pelea pediríamos el divorcio.

Como a muchos, «Moscú» me enamoró el primer rato que pasé con él, en una huelga salvaje de taxistas que le perpetraron nada más llegar a la corporación como concejal de tráfico y cabeza pensante del primer ayuntamiento democrático gobernado por el PSOE. El era muy joven y yo muchísimo más, pero el día que le conocí intuí que ese chico haría carrera y de hecho se me cayeron las lágrimas cuando levantó el bastón de mando de la Diputación, él que me había contado varias veces lo que significó en su caso ser un niño del Hogar Provincial.

Quizá por esa infancia y primera juventud tan duras, su carisma relucía sin esfuerzos y es de las personas a las que odias o amas a primera vista. Políticamente evolucionó de un socialismo salvaje, expropiador y nacionalizador, a una socialdemocracia en la que no se reconocía, aunque estuviese instalado. Cerró un círculo imposible siendo cabeza de los empresarios, un porcentaje de los cuales le odiaba cordial y apriorísticamente, hasta que le conocieron, claro y muchos se convirtieron en más «valenzuelistas» que el propio Valenzuela.

He dicho que no voy a analizar, ustedes me perdonarán, pero en esas largas jornadas de viajes, de coches, aeropuertos, restaurantes y actos, hablamos hasta el amanecer de la vida y la muerte y, muchas veces, de las travesías del desierto, cuando deja de sonar el teléfono y los que eran tus abrazafarolas se cambian de acera cuando te ven venir. El lo atravesó dos veces, una rabiando y pataleando y la otra voluntariamente, en contra de la opinión de algunos como yo que no querían que dejase el trabajo a medio terminar. «Inauguro el Palas y me voy», «Joder, Antoñito, no puedes irte ahora, es el momento de gozar del momento», pero esta vez no me hizo caso y se largó y mis argumentos, que eran muchos y fundados, no le valieron porque a él sólo le servía construir el barco y no le gustaba navegar. De hecho estaba orgulloso de tres placas: la del Hospital de San Juan, la del Hospital de la Vega Baja y la del antiguo Palas; las tres le costaron los dos puestos, dos porque sí gracias a sus «compañeros de partido» y el otro porque no. También alardeaba de dos costurones de guerra: frustrar la fusión de la CAM con Bancaja y sacar la patita ante Camps en una Noche gloriosa de la Economía, cuando la Cámara hablaba muy alto. «Cuerpo a tierra que vienen los míos», decía con esa sonrisa eterna.

Pero Moscú era duro, de esos que mataría por sus ideas y que no tenía límites en defender sus posiciones, ni siquiera estaba condicionado por el propio interés. De hecho se fue de la Cámara en el peor momento de su negocio y su empresa se hundió probablemente porque dejó de ser presidente de los empresarios y así y todo no le oí nunca arrepentirse ni llorar por la leche derramada. Ni intentar dirigir a sus sucesores; «cuando me vaya me iré para siempre», y así fue. Jamás ví que lamentara errores, a lo hecho pecho y adelante.

La cosa de morirse en plena madurez es que ahora habrá quien saque pecho de su admiración por el que fue en Alicante uno de los personajes más importantes de los últimos treinta años, pero a «Moscú» también dejó de sonarle el teléfono, incluso yo le llamé menos de lo necesario. Y de su partido, ni hablamos. Tengo pocos amigos, decía, muchos conocidos pero pocos amigos. Y cómo estará Mili, no quiero ni pensarlo.

Hoy, sus conocidos y todos sus amigos lloramos su muerte, por temprana, fulminante e inesperada y el muy cabezón, que era la persona más hipocondriaca que conozco y odiaba la enfermedad, le habrá dicho a la Parca aquello que aprendió en un Carnaval de Cádiz: «Sus jodéis, sus jodéis, sus jodéis».

Lo último en INF+

Compartir el artículo

stats