Aprendí, o mamé, mi fe en las enseñanzas de los jesuitas, a los que tanto debo, junto a mi familia. Mi fe cristiana, católico confeso, me hizo ser siempre muy crítico con el establishment o el poder eclesial. Me mantenía en guardia pensando que el Jesús al que yo seguía era menos de oropel y más de currela. El mensaje cristiano auténticamente revolucionario era un mensaje de redención y paz. Donde los mentirosos, o los que confundían pueblos con su gente, eran enemigos del camino eterno al que nos encomendaba ese Jesús crucificado.

Por eso mi fe nunca se resquebrajó. Porque me aislé de esos hombres que, desde el poder, mandaron pero no convencieron. Solo volver a la Palabra me hacía libre. Veritas Liberabit Vos, rezaba la capilla de los jesuitas. Y seguía mi camino. Tortuoso como la vida misma. Con fe quebradiza pero constante. Con dudas, pero con alegría, porque un cristiano mustio y cascarrabias es el anatema.

Aún recuerdo cuando me tuve que enfrentar a un obispo que justificaba el silencio cómplice de unos curas pederastas. ¡Qué asco! Me dijo que ningún padre acusaría a su hijo. Y le dije que como él no era padre no se ponía de parte de las víctimas, para salvar a unos delincuentes. Fue inútil. Ha tenido que llegar un papa Francisco, irreconciliable con los delincuentes que son los pederastas, para que alcemos la voz. ¡Nunca más! Y menos en el nombre de Dios.

Algo parecido me ocurrió cuando intentaba ayudar a las víctimas del terrorismo. Cruzada en la que entré por pura reflexión intelectual, universitaria y cristiana. Sí, cristiana también. Nunca alcancé a comprender el silencio cómplice de una Iglesia que justificaba los asesinatos de unos «chicos revolucionarios». Que enterraba a sus muertos sin misas ni responsos, porque eso tensaba más la situación. El obispo Setién en 1984 se negó a albergar el funeral del socialista Enrique Casas en la catedral porque dijo que entonces no podría oponerse en el futuro a celebrar el funeral de un etarra. Como si la categoría de asesinado fuera eximente para no rezar, cristianamente, por un hijo de Dios. No hay palabras. Ese mismo obispo prohibió a mi amigo el jesuita Antonio Beristain predicar en público. Celebrar la eucaristía para la que entregó su vida. Antonio, ese gran jesuita, se puso del lado de las víctimas. Alzó la voz y tuvo que llevar escolta policial al verse en la diana de los terroristas de ETA.

«De cierto os digo que en cuanto lo hicisteis a uno de estos, mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis». San Mateo, 25. Todos aquellos que estuvieron con las víctimas cumplieron con su mandamiento cristiano. Cualquiera que justificó el asesinato, por mucha mitra, sotana o altar que ondeara, solo merece el absoluto desprecio y la condena eterna. Carlos Yárnoz escribía un espléndido artículo el pasado domingo en El País bajo el título de «Sí que tardan los obispos en pedir perdón». Y ahí recuerda una entrevista de José Luis Barberia en 2007 a Setién en el periódico. En ella decía que «afortunadamente, el juicio que llegue a hacerse sobre mi persona no lo harán las víctimas». A mí esa sentencia no me dejaría tranquilo si fuera él. Porque lo que le puedo asegurar es que las víctimas nunca juzgaron, en nuestro Estado democrático lo hicieron los juzgados encargados de juzgar los tiros en la nuca, las bombas lapa y los secuestros. Y jamás una víctima se tomó la justicia por su mano. Y el rencor no les pudo contra el maltrato eclesial de algunos. Y digo que yo de él estaría preocupado porque al llegar al juicio final, «al atardecer de la vida, nos examinarán del amor».

Y no hubo amor cuando las viudas se tragaban sus lágrimas al ver a algún que otro obispo mudito. Algunos obispos malos hubo. Y no juzgo. Que ya lo hará el mismo al que rezan ellos y yo, y cuidado no sea más duro el Señor que las víctimas. Por eso, yo de él no estaría tan tranquilo. Penitencia. El perdón no lo va a administrar una parte de la jerarquía que convivió con la muerte, cuando debieran haber estado defendiendo la vida. Fue duro. Y algunos obispos se pusieron de perfil. Inaudito.