La gran noticia que todos hemos estado esperando durante tantos años no ha sido ni mucho menos un motivo de celebración, como nos habría gustado y habríamos merecido la inmensa mayoría de los españoles. ETA anunció esta semana el «final de su trayectoria y de su actividad política», cerrando así un horrendo capítulo que jamás debería haber tenido lugar en nuestro país, especialmente viniendo de donde veníamos. Bastante habíamos tenido ya con la guerra incivil, como dice mi padre, y con el franquismo. Lo que le ha faltado decir a la banda terrorista es que su cese no se ha debido a ningún motivo ideológico, ni a un replanteamiento humanista de sus postulados, ni tampoco al arrepentimiento por los crímenes cometidos, sino a que ha sido derrotada. El problema es que aún cuenta con demasiados simpatizantes, kaleborrokistas e incluso políticos, muchos de ellos pretendiendo tunearnos ahora la siniestra realidad.

No hay ninguna razón que pueda amparar hechos tan atroces como los que cometió la banda terrorista durante sus cincuenta años de vida, porque su misma existencia estaba basada en la sinrazón. Todas las víctimas eran personas con derecho a la vida, siendo éste un derecho inalienable del que ni siquiera el Estado puede disponer, y da igual que fueran un cabo de la Guardia Civil, un funcionario de prisiones o un bebé. Ningún asesinato está justificado, ni había causa justa en el fondo de tanta matanza. Aún recuerdo el miedo tras los ataques terroristas de Hipercor, de la casa-cuartel de Vic, y especialmente de la calle Romero Robledo de Madrid, porque ocurrió casi a la puerta de mi colegio. Y el dolor cuando mataron a Miguel Ángel Blanco, consumando así una atrocidad que no queríamos creer que ocurriría. O el estupor cuando liberaron a Ortega Lara, tras el cruel cautiverio al que lo sometieron. Y la indignación cuando asesinaron a Tomás y Valiente, que no nos dejó ni llorar por el asalto que supuso a nuestra joven democracia en él representada.

El daño causado fue horrible y las víctimas se cuentan por miles, no sólo los fallecidos y mutilados, sino sus viudos, sus hijos, sus padres, sus amigos y compañeros de trabajo. Víctimas a las que no se les ha dado el sitio y el arrope que habrían merecido por parte de todos nosotros. No puedo por menos que estar con Rosa Díez, cuando aludía en estos días lo solas que se habían quedado las víctimas. ETA debería haberles pedido perdón en su comunicado, eso es lo que precisamente lo ha hecho tan amargo.