A mí no me ha resultado extraño, sí doloroso, que el tripartito primero y la exigua minoría socialista después, hayan perdido la alcaldía de Alicante a manos del Partido Popular. Alguien se preguntará qué sucedió, qué falló, quién traicionó, quién metió la pata. Se harán cábalas sobre el papel que cada grupo jugó y sobre qué expectativas actuó. Se buscarán culpables, responsables: si los tránsfugas, si negociadores incompetentes, etc. Pero lo cierto es que, en cumplimiento de las reglas que rigen en estos casos, cada uno de los convocados a la votación de investidura ha representado exactamente su papel. No podría haber sido de otro modo. Lo que sucedió es lo que tenía que suceder. Fin de la historia.

El factor humano, esta es la clave. Lo digo con resignación. Aunque es claro que la política la hacen las personas, con su concreto perfil psicológico, siempre he creído que, en la izquierda al menos, lo fundamental era el trabajo colectivo, donde lo personal cedía ante la mayor importancia de los proyectos, y que, por otra parte, el liderazgo, siempre necesario, consistía sobre todo en la capacidad de alcanzar los objetivos trazados, sorteando los obstáculos que por lo general se interponen. Me rindo a la evidencia. Porque cuando lo que se destaca en el teatro de la política, haciendo las delicias de cronistas y medios, son las andanzas de los personajes, de sus arrebatos, rencillas, vendettas y zascas; cuando lo que prevalece en la escena son las cuestiones personales, entonces la derecha ya ha ganado.

No creo que la política municipal alicantina sea un caso especial de desvarío, aunque hay que empezar a sospechar, a la vista de una trayectoria que remonta décadas atrás, que algo debe de haber que nos arrastra hacia la irrelevancia. ¿Es un reflejo del signo de los tiempos, en que la política se entiende ante todo como espectáculo listo para su consumo? Probablemente hay algo más.

No dudo que durante la vigencia del tripartito se han realizado en Alicante políticas que consideramos más de izquierda, o que se haya tratado de revertir las desastrosas políticas y las tramas de corrupción que jalonaron dos décadas de gobiernos del PP. La pena es que todo ello, que podría haber servido para allanar el largo camino que aún falta por recorrer, no ha trascendido sino que se ha diluido, de manera que esta etapa, por desgracia, no dejará huella.

La política, en general, en tiempos de confusión como los actuales, tiene mucho de encallanamiento, de destripamiento, a falta quizás de planteamientos y proyectos significativos. En la medida en que, de hecho, quienes se dedican a la política, sirviendo en cargos representativos, gozan de legitimidad democrática pero carecen de verdadera autoridad (porque el alcance de sus decisiones es muy limitado) se convierten a menudo, muy a su pesar, unas veces en el pin-pan-pum del primero que llega, y otras, lo que es mucho peor, en la marioneta cuyos hilos se mueven desde la tramoya.

Da la impresión de que bajo la superficie de la feria de las vanidades, el factor humano está siendo silenciosamente sustituido, como sucede en otros ámbitos del trabajo, por una suerte de robotización, de automatización, con el fin de eliminar el fallo, para que el sistema funcione. Esto sería el final de la política, desde luego. Apostar por el factor humano es la solución, ¿pero qué factor en concreto?