¡Vengan pífanos y atambores, trombones y timbales, alfanjes y sables chirriando al sol! Ya cimbrean doncellas y favoritas, dueñas y moritas las caderas con donaire. Bravos caballeros mordisquean sus cohíbas y saludan al respetable. Al cielo le interrumpen su monótono discurso azul toneladas de confeti volandero. El suelo retumba. Pajarean las guirnaldas en los balcones. Alcoy es un hervidero y usted, hoy más que nunca improbable lector, está metido en esa marmita donde corren ríos de música. Todo en el aire es corchea. ¡Visca Sant Jordi, visca el café licor y la pericana, y las albóndigas de aladroc?!

Bien, después de este introito medio surrealista, medio tonto vamos a centrarnos que a veces uno no tiene conducta ni para escribir. Va para veinte años que estas tristes carnes de castellano viejo moran en Alcoy, al que en más de una ocasión he llamado la corte de los milagros por la vidilla que le da a uno, que los recios campos de Castilla amojaman el alma. En mi primera fiesta me sentaron en una silla en la avenida del País Valencià. Tú ponte ahí y mira. Y miré y vi un asombroso derroche de imaginación y una espectacular puesta en escena. Lo que viene a ser flipar gambas a dos carrillos. Todo iba bien, de asombro en asombro y de pasmo en pasmo. Pasaban carrozas y buenas mozas danzando, y caballos y caballeros y horas. Muchas horas. Fue entonces cuando empecé a sentir un extraño entumecimiento en el sieso. Intentaba cambiar de postura, pero me lo impedía la estrechez, el poco espacio entre silla y silla. Como quiera que la provecta edad me haya dejado descarnado, consumido y justo de culo, temí seriamente que los huesos del cóccix me trepanaran la piel. Me levanté para estirar las calandracas y por ver de recuperar el riego sanguíneo del antifonario, pero enseguida una mujer entrada en arrobas me amonestó desde atrás y tuve que sentarme de nuevo. Estuve a punto de decirle: «Enseguida se echa de ver, señora mía, que usted no tiene problemas en el nalgatorio. Ese bullarengue que luce debe ser comodísimo», pero callé, un poco por educación y otro poco por ver de evitar una mano de hostias o un pie de paliza del marido que, a su lado, también enseñoreaba altanero unas bien templadas mantecas. Sí, mi primera fiesta fue una mezcla de pasmo, asombro, regocijo y una mística experiencia a lomos de un potro de tortura en forma de silla.

Ese mismo año y en vísperas de los fastos caminaba por San Nicolás pasmado ante sus joyas modernistas cuando vi algo que me llamó mucho la atención. En cada chiringuito habilitado para la fiesta había un cartel donde podía leerse: «Hay mentira». ¿Cómo que hay mentira?, pensé. ¿Me he venido a vivir a un sitio donde venden mentiras? Y en estas y otras razones andaba cuando un poco más abajo vi otro cartel con la siguiente leyenda: «Hay sonrisa». Finalmente puse rumbo a casa sin preguntarme nada y con la sensación de estar en medio de un gigantesco, inextricable y cachondo criptograma.

Va, ahora en serio. Después de tantos años uno ya se va haciendo a las peculiaridades de esta ciudad, a su configuración, a su leyenda que parece sacada de una novela del realismo mágico (aprovecho para llorar de nuevo la muerte de García Márquez en su aniversario). Sí, las fiestas impresionan, como impresiona vivir en el mismo pueblo donde nacieron ilustres personajes de la cultura nacional, Gil Albert que trajo a la generación del 27 a las mismas puertas de casa, Carmen Llorca, primera mujer presidenta del Ateneo de Madrid, Ricardo Senabre, el mejor crítico literario que ha dado este país y un largo etcétera que hace que el orgullo alcoyano trascienda las fronteras de la fiesta.

Lo dicho. Bones festes i per Alcoi i per Sant Jordi, avant l'entrà! Ens veiem pel carrer amb una mentireta en la mà. Au!