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Joaquín Rábago

¿Extraños en su propio país?

Tal vez refleje, aunque con un punto de exageración, la realidad, pero no puede decirse que el título elegido en el último número del semanario Der Spiegel para describir el estado de ánimo de muchos alemanes contribuya a calmar las aguas.

¿Es éste todavía mi país?, se pregunta en la portada un enanito de jardín, que tira de su capucha roja hacia abajo y deja ver sólo un ojo, asustado por lo que sucede a su alrededor y ante lo que parece sentirse impotente.

Se acusa a veces a los medios de cerrar los ojos ante la realidad y pecar de elitismo cosmopolita a la hora de informar de los problemas que la globalización o la inmigración descontrolada presentan a la clase trabajadora.

Hay sociólogos que explican así el auge del populismo xenófobo como una reacción de rechazo de sectores de las clases populares precisamente a lo que perciben como ocultamiento interesado de esa nueva realidad social.

Ocultamiento o al menos minimización de problemas como el hecho de que en muchas escuelas sea cada vez mayor el porcentaje de hijos de inmigrantes analfabetos o semi-analfabetos, lo que obliga a condiscípulos y maestros a esfuerzos extraordinarios para no rebajar el nivel de las clases.

Agrava el problema el hecho de que la mayoría de esos inmigrantes proceden de un espacio cultural distinto, lo que ha dado lugar a estúpidas teorías conspirativas sobre la existencia de un plan secreto para modificar la composición étnica del pueblo alemán.

Los medios se han hecho eco una y otra vez de un absurdo debate en torno a si "el Islam pertenece a Alemania" o si sólo pertenecen a ella los musulmanes que allí viven o trabajan - unos 4,7 millones, en su mayoría de origen turco-, pero no la religión como tal.

La Unión Cristianosocial bávara, partido hermano de la CDU de la canciller, se muestra particularmente beligerante a la hora de oponer la tradición judeo-cristiana al multiculturalismo que defienden otros, entre ellos, la propia Angela Merkel, a la que se ha llegado de acusar de "traicionar" a su pueblo.

La realidad, como señala Der Spiegel, es que mientras en muchos lugares las iglesias cristianas no dejan de perder fieles, que se dan de baja para no pagar el correspondiente impuesto, se inauguran nuevas mezquitas.

Una de ellas se ha levantado con ayuda económica de Kuwait en el lugar que antes ocupaba una iglesia, desierta desde hacía dieciséis años y que compró un inversor para terminar vendiéndola a la comunidad musulmana local.

Se trata por supuesto de una simple operación inmobiliaria, pero que para muchos alemanes de pura cepa que allí es sintomática de una evolución que no deja de inquietarles.

El crecimiento del islam debido a la fuerte inmigración procedente del mundo árabe ha dado lugar a numerosos actos vandálicos o violentos: 950 contra musulmanes o sus lugares de oración. Sin contar la proliferación de insultos o injurias en las redes sociales.

Mientras tanto en Berlín, ciudad multicultural por excelencia, se discute si mantener o no la llamada ley de neutralidad en las escuelas, que prohíbe a las maestras de religión musulmana acudir a sus clases tocadas con el pañuelo islámico.

El gobierno de la capital, integrado por socialdemócratas, verdes y el partido La Izquierda, están a favor de abrogar esa ley y permitir a las maestras de religión musulmana el uso del hiyab, pero se ha lanzado una iniciativa popular a fin de que se mantenga la prohibición.

Mientras tanto, hay quienes ponen como ejemplo la ley de inmigración canadiense, donde el estatus social apenas tiene influencia alguna en el rendimiento escolar y donde los hijos de la segunda generación incluso superan a los escolares canadienses.

Pero Canadá puede elegir a sus inmigrantes, en su mayoría bien formados ya en origen y que llegan además hablando inglés, algo que no tiene nada que ver con lo que ocurre en Alemania.

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