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Juan José Millas

Tierra de nadie

Juan José Millás

Simetrías

«¡Me voy a la cama!», gritó la mujer del piso de arriba como si amenazara con irse a Rusia, o a Cuenca, no lo sé, pero como si la cama fuera un lugar remoto, quizá, más que un lugar remoto, un espacio moral en el que resultaría difícil encontrarla. Yo escuchaba de vez en cuando ese grito, al que seguían sus pasos atropellados por el pasillo y luego, el crujir del somier al sentarse sobre su borde, y el ruido de los zapatos lanzados con furia sobre el suelo. En el otro extremo de la casa, donde se encontraba el salón, seguía funcionando la tele como si nada hubiera ocurrido. Imaginaba al marido sentado frente a ella, digiriendo el «me voy a la cama» de su esposa. En aquella época vivía solo y también me iba a la cama con frecuencia no porque me enfadara con nadie en concreto, sino porque estaba disgustado con el mundo en general. La cama era un lugar fuera del tiempo y del espacio. Allí, entre las sábanas, imaginaba que era capaz de controlar la realidad con fantasías delirantes que atraían al sueño.

Cuando la mujer de arriba se iba a la cama, yo apagaba la tele y recorría el pasillo al mismo tiempo que ella y me sentaba en la cama cuando ella lo hacía y me desprendía de los zapatos con su agresividad y los arrojaba contra el suelo del dormitorio con una rabia idéntica a la de ella. Luego, ya en posición fetal, con el borde de la sábana entre los dientes, imaginaba que ella dormía en la misma postura hasta que llegaba el marido, que la empujaría hacia un lado para hacerse sitio. En ocasiones soñaba que me empujaba a mí y me despertaba unos instantes bajo la sugestión de haberme convertido en ella.

Un día, estábamos los tres viendo el telediario, ellos en su piso y yo en el mío, cuando se me ocurrió gritar hacia el techo; «¡Me voy a la cama!». Dicho esto, me levanté y enfilé el oscuro pasillo en dirección al dormitorio. Al poco, escuché los pasos de ella siguiendo mi camino. Desde entonces, nos íbamos a la cama a la misma hora, aunque el aviso lo dábamos indistintamente uno u otro. Jamás coincidí con ellos en el portal o en el ascensor. Jamás les vi la cara. Al año siguiente, por cuestiones del trabajo, me mudé a un piso que estaba mejor aislado y me quedaba dormido en el salón, con la tele encendida.

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