Cuenta Ovidio en su Metamorfosis que la cola del pavo real guarda los cien ojos del gigante Argos, que por mandato de Juno vigilaba el mundo (y, sobre todo, a Júpiter) y murió bajo la curva espada de Mercurio, el de las sandalias aladas.

Vigilar el mundo es, lo ha sido siempre, una vieja costumbre de los dioses y sus malos imitadores. Lo vienen contando los viejos libros hace un par de milenios o así. Desde la mitología griega hasta el Gran Hermano de Orwell hay toda una secuencia fácil de rastrear a poco que a uno le interese el asunto, pero tal vez ya no quede casi nadie que se asome a los viejos libros y a sus imprescindibles instrucciones para vivir.

Sin embargo, nada esencial ha cambiado. Ahora Juno se llama de otra forma y Argos ha repartido sus ojos en las redes sociales, pero la intención sigue siendo la misma. Tal vez no habíamos reparado en el detalle de que una red es fundamentalmente una trampa, y hasta con una lógica de muy bajo presupuesto resulta fácil llegar a la conclusión de que una red social es una trampa social, un intento (y por lo visto en estos días, un logro) de tenernos controlados, de saber más de nosotros que nosotros mismos y manipularnos como siempre nos han manipulado. Y todo eso, supongo, para hacernos votar a quien nunca hemos votado, hacernos comprar lo que nunca hemos comprado y hacernos temer lo que nunca hemos temido.

Me pregunto, no sin cierta preocupación, que sabrá esta gente de mí. Hace más de seis años que publico semanalmente unos versos en la red social más afamada, esa que ha dado a conocer las cosas que debería haber guardado, la información de sus usuarios, porque la información es poder y el poder es su única meta. Así que tal vez anda por ahí algún imprudente que, queriendo saber todo de mí, se ha topado con mis poemas y mis columnas y ahora tiene un intenso dolor de cabeza y una honda sensación de vértigo en el estómago, contagiado acaso de mi profundo pesimismo antropológico, de mi existencialismo cargado de melancolía y de dudas. Temo por el pobre espía a quien le tocó rastrear mi insignificancia, porque además de haber perdido miserablemente el tiempo, quizás anda por ahí preguntándose qué es el tiempo, si lo consumimos o nos consume, por qué dura más el dolor que la alegría y qué luz habrá al otro lado de la luz, si es que la hay y guarda un poco, nada más que un poco, del reflejo azul del mar que miro y me mira a través de la ventana.