Apenas viví las postrimerías de aquellos grandes estrenos por el Domingo de Resurrección, en los que tras unos días con los cines cerrados o casi, llegaban los títulos más esperados. Pero lo que recuerdo, desde que tengo uso de razón, fue mi pasión por visitar las fachadas de todas las salas, y sentirme invadido por esa magia de los carteles y los afiches. Ay, qué maravilla los afiches. Durante mi etapa de instituto, venía a Alicante con los padres de Antonio Vicente Martínez, actual presidente del cineclub Villena. Recuerdo como si fuera ayer nuestro paseo gozoso por las carteleras de todos los cines.

Bien mirado, cuesta creer que unos chavales de quince años pudieron tener ese ritual tan interiorizado. Recuerdo la apertura del cine Alameda, en lo que hoy es Maisonnave. «Julia», con Vanesa Redgrave. Y «Star Wars» en el cine Chapí de la calle Ángel Lozano, azul intenso. La apoteosis que era llegar a la Rambla para entrar en el Avenida, ese palacio cuya última sesión fue nada menos que «Ben-Hur». O entrar a ver «El final de la cuenta atrás» y «El expreso de medianoche' en los inicios del cine Navas, cuando las colas daban la vuelta por la calle Médico Pascual Pérez. En compañía de mi tocayo recorríamos la zona del Mercado con calma. Primero el Arcadia, luego el Monumental y después el Carlos III, para más tarde bajar por el Ideal hasta los minicines Astoria y después desplazarnos hasta los Casablanca, que primero fue uno y luego trino.

A veces llegábamos a ver los programas dobles del Calderón, e incluso a las salas Novedades y Lys, en San Blas. Y de tanto en tanto el Goya y el Rialto. Sin desdeñar el paso obligado por el Teatro Principal, al que aún le quedaban muchos años para ser público. Todavía sueño con esos paseos. Lo prometo. Y en sueños vuelvo a ver esas carteleras. Aunque al despertar la añoranza sea enorme.