Información

Información

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Gerardo Muñoz

Arrepentimiento anticipado

Al salir de la iglesia de San Nicolás, Antonio Lledó del Valle se encaminó hacia su casa apoyándose en el bastón, atormentado por el reuma y la artrosis.

Marchaba con paso lento, pero impulsado por la ira. Al ser el padre Tomás su confesor desde hacía muchos años, había confiado en convencerle fácilmente, pero no fue así. Tras cumplir con el sacramento de la penitencia, trató de persuadirle de que también le perdonase aquellos pecados que pudiera cometer en las próximas horas. Pero el padre Tomás se negó con un nequáquam que irritó al penitente: de ninguna manera podía absolverle por anticipado, puesto que requería previamente cumplir con el acto de contrición.

Anochecía aquel último día del mes de enero de 1841 mientras Antonio se dirigía a su domicilio. Se cruzó con muchos transeúntes por las calles y plazas, la mayoría de los cuales le conocían, pero ninguno le saludó, algo a lo que ya estaba acostumbrado.

Era escribano real y notario desde 1815, año en que empezó a trabajar en el consistorio municipal. Siempre leal a Fernando VII, espió para las fuerzas realistas durante el asedio a que fue sometida la ciudad a finales de 1823, hasta la rendición de los liberales. Luego, colaboró con el brigadier Fermín Iriberry durante los nueve años en que gobernó Alicante con mano de hierro, restableciendo el absolutismo real y depurando la ciudad de liberales mediante la encarcelación y el fusilamiento. Antonio fue uno de los miembros más activos de la junta de purificación encargada de revisar la conducta de los empleados públicos, redactando muchos de los informes reservados.

Durante un lustro ejerció de secretario del gobernador, hasta que ciertos rumores e informes verbales y confidenciales convencieron a Iriberry de que lo mejor era apartarle un poco, destituyéndole como su secretario, aunque manteniéndole como escribano municipal. Antonio sabía que aquellos informes, emitidos por quienes ansiaban su poder, le acusaban de aceptar sobornos, algo muy difícil de demostrar, por lo que estaba convencido de que pesó mucho más en Iriberry aquellas otras habladurías que cuestionaban su conducta moral, su afición al lujo, sus frecuentes visitas a ciertas casas de dudosa reputación, donde mantenía relaciones ilícitas con señoritas e incluso con algún que otro efebo, así como la manera tan despótica como trataba a su esposa hasta que falleció, afligida por no haberle dado hijos ni haber sabido hacerle feliz, pero que jamás se quejó públicamente de ello, ni tampoco del maltrato que sufría en la intimidad del hogar. Pero ahí estaba la servidumbre, siempre atenta a cuanto acontecía, para vender a sus rivales información que pudiera perjudicarle. Despidió y contrató a los criados varias veces, pero sabía que tarde o temprano la mayoría, si no todos, acababan convirtiéndose en espías.

Antonio llegó muy cansado a la casa situada en el paseo de la Reina donde residía desde hacía muchos años. In illo témpore había contado su domicilio con los mejores muebles de la ciudad, media docena de sirvientes y una despensa repleta de víveres. Ahora se hallaba casi vacía, puesto que hacía meses que había tenido que prescindir de todos los criados, se había visto obligado a vender el mejor mobiliario y en la despensa apenas si había medio litro de aceite y una hogaza de pan.

En el amplio vestíbulo solo había un perchero, en el cual dejó el sombrero, pero no el redingote, puesto que no había leña para las chimeneas. Entró en el gabinete, ocupado únicamente por una butaca, una mesita y un candelabro. Mientras encendía los dos trocitos de vela que quedaban, rememoró una vez más aquella fecha fatídica del 27 de octubre de 1832, en la que María Cristina, reina regente por incapacidad de Fernando VII, concedió la amnistía a todos los desterrados y perseguidos por causas políticas. Ya entonces Antonio adivinó que aquello suponía el comienzo del declive del régimen absolutista y el inicio de una época que desembocaría en un tótum revolútum caótico. Y así fue, pues poco después comenzó el fin del viejo orden, tradicional y benéfico. Solo un mes más tarde, Iriberry huyó de Alicante y claudicó el absolutismo; y un año después falleció el rey.

Los liberales tomaron el poder, pero Antonio conservó su puesto de escribano municipal. Para mantener su lujoso nivel de vida, de viudo amante del amor, de la indumentaria elegante y de la comida exquisita, ideó un plan, aprovechando que entre los regidores de la ciudad seguía habiendo hombres que se encontraron a gusto con el absolutismo, como el conde de Casa-Rojas, el barón de Finestrat, Miguel de Bonanza y Roca de Togores, Pascual Vassallo..., algunos de los cuales había tenido ocasión de favorecer en su momento.

Antonio se sentó con dificultad en el butacón, delante de la mesita sobre la que había varios papeles, una botella, un frasco y una copa vacía. Mientras escanciaba el vino hizo una mueca de dolor y añoró aquellos papeles que le habían sido robados seis meses antes. Alguien había entrado en la casa en su ausencia y le había arrebatado su tesoro.

El tesoro perdido de Antonio era una carpeta de cuero en la que guardaba una lista y varios documentos. Aquella era la relación nominal de hombres a los que él había ayudado durante su etapa como secretario de Iriberry, y luego como notario y escribano municipal. En 1834 se había dirigido a ellos para que le devolvieran tales favores, recordándoles que poseía un ordenado archivo de documentos más o menos comprometedores, en los que figuraban sus nombres y firmas. Verbi gratia: la carta fechada el 18 de febrero de 1826, en la que el firmante informaba del inminente desembarco de una partida de liberales en la playa de Guardamar del Segura, bajo el mando del coronel Bazán. Carta rubricada por un liberal traidor que a la sazón ocupaba un importante cargo político en el Ayuntamiento.

Pero, tras el robo de su tesoro, quienes habían seguido pagándole para mantener en secreto aquellos documentos dejaron de hacerlo, y su economía doméstica se resintió enormemente. Mucho más cuando, tras la revolución de septiembre pasado, fue separado como escribano municipal. Aquello supuso la pérdida de su última fuente de ingresos y le obligó a administrar con avaricia sus parvos ahorros. Se acabaron por completo sus amoríos y sus visitas al sastre.

Todo se desmoronaba a su alrededor. Acababa de ser nombrado gobernador uno de sus antiguos enemigos, el liberal Andrés Vicedo, y el general Espartero estaba a punto de asumir la regencia, tras la renuncia de María Cristina.

Antonio recurrió su cese como escribano ante la Audiencia de Valencia, la cual pidió un informe de su conducta moral y política al Ayuntamiento alicantino. Gracias a uno de sus excompañeros, a quien había sobornado, tenía ahora sobre la mesa una copia de dicho informe, firmado por el alcalde el pasado día 26.

Cogió de la mesita el frasco de láudano y, en vez de echar un par de gotas en la copa de vino, como hacía cada noche, echó todo cuanto quedaba. Gracias a ello, pensaba, descansaría por fin in aeternum.

Se bebió de un trago la copa y garabateó con el cálamo en un papel una confesión dirigida al padre Tomás. Luego, mientras esperaba a sentir los síntomas liberadores, se dispuso a leer por enésima vez el pérfido informe:

«La Junta Provisional de Gobierno de esta provincia que tuve el honor de presidir separó de la Escrivanía á D. Antonio Lledó por ser sugeto destituido de toda moralidad, falto de pudor y de decoro, de una índole depravada, alterador de la paz en las familias, promovedor y seguidor de pleytos de mala fé que no tienen otros resultados que indisponer á los individuos, y reducirles a la mendicidad; prostituye la dignidad de la clase a que pertenece; es de conocida mala fé en su oficio; ha sido ya procesado por falsario; es altamente desafecto a las instituciones liberales y a S.M. la Reyna D.ª Isabel 2ª. En mil ochocientos veinte y tres se pasó a las facciones, sirvió de espía, estubo implicado en una conspiracion para entregar la Plaza, prestó servicios de importancia al bando rebelde (?); las mismas autoridades Realistas Yriberry y Benites no pudieron tolerar la inmoralidad de Lledó y en la Audiencia consta un informe en que apenas pudieron describirle. En la actual época ha seguido su marcha habitual de maldad y de servilismo. Estas fueron las causas que impulsaron la separacion de Antonio Lledó tan conocido de VS como de mí y de todo este vecindario, en que acaso no haya un solo individuo que deje de celebrar un acto tan reclamado por la moral publica, por la tranquilidad de las familias honradas, por la seguridad de sus intereses y por la Justicia (?). Alicante 26 de Enero de 1841. Rafael Bernabeu.»

www.gerardomunoz.com

Lo último en INF+

Compartir el artículo

stats