Circula por las redes un contrato de maestra de 1923 que una vez firmado permitía a una profesora trabajar, por 75 pesetas mensuales, los ocho meses que duraba el curso escolar. Lo curioso, lo trágico, lo cómico de ese contrato son los acuerdos, los compromisos y obligaciones que la mujer adquiría al firmarlo. Así, casarse, fumar o beber cerveza, vino o whisky eran motivos suficientes para anular el contrato. Otros compromisos que la maestra adquiría eran no abandonar la ciudad sin permiso del presidente del Consejo de Delegados, además de tener que llevar dos enaguas, de no poder teñirse el pelo ni usar maquillaje, ni pintarse los labios además de estar en casa desde las ocho de la tarde hasta las seis de la mañana del día siguiente; y por supuesto el de mantener limpia la escuela y no montar en coche con un varón que no fuese o su padre o su hermano.

Hace apenas cuarenta años que mi padre se sorprendía al no tener que autorizar a mi madre para que tuviese su propia cartilla de ahorros. El asombro de mi progenitor no era nada extraño a finales de los sesenta, y sobre todo en la España rural, donde la mujer poco menos que tenía que pedir permiso a su marido, a su varón, para poder salir a la puerta de su propia casa. En el ocaso de la dictadura franquista la imagen externa de la familia española era un férreo patriarcado donde el trabajo, el dinero, la política igual que el beber y fumar era cosa de hombres. La mujer, oprimida por una sociedad machista, asumía su papel de ama de casa, sumisa, manejable y dócil que se cuidaba mucho de expresar su opinión en público o tomar iniciativas propias; corría el peligro del menosprecio, de ser catalogada de marimandona o soportar las burlas cuando llamaran calzonazos a su marido. Aunque en el interior de cada hogar, lejos del «qué dirán», la mujer, con mucho esfuerzo, y aun soportando golpes, cobijaron el germen que con posterioridad daría lugar al movimiento feminista que encabezaría la lucha por algo tan simple, tan obvio y de sentido común como es la igualdad entre hombre y mujer.

Han trascurrido casi otros 40 años, y el papel de la mujer en nuestra sociedad moderna del siglo XXI ha cambiado, ha mejorado mucho o no tanto. Lo cierto es que, en el 2018, seguimos hablando como problemas de machismo, de maltrato de género, de brecha salarial, de paridad que siguen señalando, para nuestra vergüenza, la diferencia entre hombres y mujeres.

Desde ciertos aspectos de nuestra civilización, nos guste o no, se sigue potenciando y facilitando que esas diferencias existan; favoreciendo que muchos hombres, en su egoísmo, su incultura social y su falta de empatía, sigan sintiéndose superiores a la mujer.

El pasado día 8, por primera vez en nuestra historia, se convocó una huelga feminista, coincidiendo con similares manifestaciones en otros cuarenta países. Yo hice huelga. Yo también participé en la jornada de paro, se lo debía a mi abuela, se lo debía a mi madre. Se lo debía a todas aquellas mujeres que en silencio sacrificaron sus vidas para cuidar de sus padres simplemente por ser la hija, no el hijo, más pequeña de un matrimonio. Se lo debía a todas aquellas mujeres que más o menos resignadas, en plena juventud, nadaron y malgastaron años de su vida en aquellos «mares de luto» con los que amenazaba Bernarda Alba. Se lo debía a todas aquellas mujeres que aún nacidas en democracia no hicieron huelga por miedo a ser despedidas de su trabajo. Miedo que fomentan sus jefes amparados por una reforma laboral inhumana, elaborada de espaldas a los derechos de los trabajadores. Se lo debía a aquellas mujeres que por una miseria de sueldo trabajan de sol a sol y que al llegar a casa siguen trabajando ahora de amas de casa, ahora de madre. Se lo debía a las camareras de piso de los hoteles españoles que dejan su salud, su conciliación familiar y muchas veces su dignidad para que «otro» presuma de que España sea el segundo país más visitado de todo el mundo.

Sé que aun teniendo mil vidas jamás serían suficientes para saldar la deuda que, como sociedad, tenemos con vosotras, las mujeres. Sí, fui a la huelga feminista porque se lo debía a mi pareja, a mi hija, a mis sobrinas, a Ana, a Lucía y a todas mis alumnas. Se lo debo.