- Oh, Carlos, ser y no saber nada, y ser sin rumbo cierto, y el temor de haber sido y un futuro terror... Y el espanto seguro de estar mañana políticamente muerto, y sufrir por la vida y por la sombra y por lo que no conocemos y apenas sospechamos, y Alejandro que tienta con sus frescos racimos, y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos, ¡y no saber, ay PSOE, adónde vamos, ni de dónde venimos!...

-Señor alcalde, ¿está usted bien?

-Sí, sí, Fulgencio, sólo rumiaba unos versos de Rubén Darío.

-Está peor de lo que pensaba, ya se está poniendo en modo jesuita, pensó Fulgencio para sus adentros.

-Señor alcalde, le dejo aquí el regalo de sus socios, que acaba de llegar de la Conselleria de Cultura sobre El Progreso.

-Fulgencio, por la Virgen de la Asunción se lo pido, ¿no ve que no caben más clavos en esta cruz?

-Pero, señor alcalde, no se ponga usted así. Levante ese ánimo. Es usted un corredor de fondo, aunque se ha ido demasiado al fondo. ¿Que ya no sabe por qué, ni hacia dónde corre? También es verdad, pero mire a su alrededor, no se dé por vencido y corra, hasta los muertos resucitan. No sé, busque ejemplos reconfortantes de cómo otros superan las adversidades. Mire Granero, por ejemplo, ¡ole, ole y ole!

-Oigo lamentos, llantos, música fúnebre. Fulgencio, por Dios, dime: ¿Qué ocurre ahí fuera? ¿Por qué no ha venido nadie hoy a verme? ¿Y los míos, dónde están?

-¡Qué pena! Se santiguó Fulgencio. ¡Con lo que prometía, o, mejor dicho, con lo que prometió! ¿Es que no se ha enterado? Le dijo Fulgencio con dulzura pueril. Una desgracia, una tragedia, la debacle. Pero no se preocupe, pronto no quedará ni rastro, ya hemos tramitado la solicitud de limpieza por triplicado a través de la OMAC y en un par de meses... Bueno, ya sabe usted que la sangre, cuanto más roja, más difícil de limpiar y ésta era de carné. La tarde de los Cristales Rotos o de San Martín según pregunte. Pero, no se crea, esto viene de lejos, ¿no se acuerda de aquella noche de los inocentes en la que cayó Urbanismo? Y no, en este caso no están muertos, están de parranda, porque aquí inocentes, lo que se dice inocentes, ya no quedan, señor alcalde.

-Fulgencio, oigo música, risas, algarabía. Fulgencio, me estoy volviendo loco, ¡por los dioses! ¿Por qué llevo sangre en las manos? No lo soporto más. ¿Qué ocurre ahora?

-No se preocupe, vuecencia, la música viene de Fiestas, ya sabe que estos van por libre. No sabe usted el cachondeo que se traen con la filà que han montado con Paquito El chocolatero, que si aquí, que si allá.

-Fulgencio, funcionario fiel, tengo miedo, a veces oigo la voz de Alberola y veo la sombra de Alejandro que se aproxima con mi cabeza entre sus manos.

-Sí, señor, pero, descuide, que no vive usted en un sueño, es tan real como el Mercado Central, lo llaman bicefalia, porque ahora tiene dos cabezas, la propia y la suya.

-¡Oh, Fulgencio, calla, no sigas, tus palabras se me indigestan como dardos de hiel! ¿Quién ha hundido mi barco? ¡Ay, mísero de mí, ay, infelice! Apurar, cielos, pretendo, ya que me tratáis así, ¿qué delito cometí contra este pueblo como alcalde ejerciendo?

-El mayor delito, vuecencia, es no haber bien elegido y poco ejercido. Ahora, salga ahí y diga eso de: «Me siento con el respaldo de mi partido para ser candidato a la Alcaldía».