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Puertas al campo

Equidistancia y sus alternativas

Estar a favor o en contra y actuar en consecuencia no es lo mismo que intentar entender a unos y otros. Cuando se critica a alguien por «equidistante» suele ser porque aparece como «tibio», como alguien que no apoya suficientemente a los «nuestros». Es uno de tantos calificativos con los que se puede evitar la «funesta manía de pensar» sin entrar en mayores consideraciones: se le llama a uno «equidistante» (o buenista, o facha, o progre) y ya no hace falta dedicarle más tiempo.

Escribidores y pensantes suelen hacerlo a favor o en contra de algo. Son, como se decía antes, intelectuales orgánicos y, ciertamente, cumplen con una función: la de introducir un mínimo de racionalidad en temas generalmente emocionales, si no viscerales. Bienvenidos sean.

Sin embargo, hay «empates catastróficos» en los que ni así se reduce el apasionamiento, cosa que dificulta, casi por definición, su resolución. Ya me referí aquí a algunos de estos «empates» como los de Bolivia, Venezuela o Cataluña. Hace un par de semanas, el Financial Times terminaba su crónica, justo en el día en que el Parlamento catalán volvía a reunirse, con una observación que parece pertinente: «Las emociones apuntan muy alto y la gente está enojada [en Madrid», dijo una persona cercana al partido de JuntsxCat en Barcelona. «No es el tipo de ambiente en el que cualquier persona, incluso si quisiera - podría sugerir un compromiso». Si a eso se añaden las emociones del otro lado, se entenderá por qué los intelectuales orgánicos, sea del secesionismo como del unionismo, acaban siendo poco útiles para resolver el problema ya que, de entre la infinidad de datos, antecedentes, opiniones y símbolos existentes, solo eligen las que encajan con los intereses de su bando y, encima, azuzando la pasión y reduciendo la reflexión.

Hay, claro está, casos en los que no hay tal empate, sino que se produce un síndrome de David y Goliat. De nuevo, el caso catalán, «empate» en el interior y presentado con frecuencia en y ante la prensa europea como un David frente al Goliat de Madrid. Puede que Palestina-Israel también lo sea. Y, ciertamente, lo es Corea del Norte-Estados Unidos. La cosa cambia. No parece, sobre todo en este último caso, que sea razonable otra cosa que no sea estar en contra de ambos, equidistancia muy diferente, aunque, de nuevo, aparezcan intelectuales orgánicos dispuestos a explicar por qué «nosotros» tenemos razón.

Con eso se puede regresar al caso de los «empates catastróficos» y ver si, además de intentar introducir algo de reflexión entre los «nuestros», se puede procurar hacerlo para ambas partes. Si de lo que se trata es de «hasta la victoria, siempre», nada que hacer. Vengan los intelectuales orgánicos, deslegitimen a los contrarios y exalten a los «nuestros». Pero si tal victoria es problemática o, incluso, si se piensa que, de producirse, el remedio sería peor que la enfermedad respecto al común de los mortales afectados por tal victoria, tal vez haya que tomar un camino diferente: el del médico (medicina clínica) ante una enfermedad: partir del diagnóstico, no de la terapia.

En estos empates de victoria problemática, diagnosticar a una sola de las partes implicadas (generalmente, a los «otros», los contrarios) no ayuda para llegar a arreglos satisfactorios para ambos contendientes. En eso solo cabe la equidistancia: se mira, sine ira ac studio, sin odio ni favoritismo, a cada una de las partes y se intenta entender la lógica de las respectivas posiciones para lo cual una anamnesis (que dirían los médicos, es decir, una historia clínica) nunca estará de más. Pero si se trata de ganar adeptos para la propia causa (la de los «buenos», claro), nada de equidistancia: «A por ellos, oe». Pero si se quiere curar, no hay otra.

Los mediadores lo saben por experiencia: es muy frecuente que las partes en conflicto pongan en práctica el dicho evangélico de que «quien no está conmigo, está contra mí» y vean al equidistante no tanto como alguien que quiere aportar su granito de arena a la resolución o trascendencia del conflicto, sino como un quintacolumnista de la otra parte, es decir, un enemigo más. En los inicios de las tentativas de Rodríguez Zapatero en Venezuela hubo más de un lance en este sentido.

Después está el caso en que el enfrentamiento está a tales niveles de pasión defensiva y fervor misionero que el intento de presentar a los unos las razones de los otros cae totalmente en el vacío. Por más que se intente, probablemente se fracasa.

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