Esos locos bajitos mueren por doquier. Mueren de hambruna, en brazos de sus madres, con el vientre hinchado, bracitos de palillo y moscas anidando en sus bellos ojos. Mueren por la desidia humana. Mueren en hospitales, atrapados por ese hideputa bicho silente que les mina la vida poco a poco, en silencio evidente, calvos prematuros con pañuelos en sus cabecitas, llenos de cables alrededor de sus camas, mueren los menos, pero mueren, en hospitales fríos llenos del amor de los padres, de los médicos y cuidadores; mueren con afecto, pero mueren. Mueren por accidentes, mueren por despistes, mueren por falta de protección, mueren, todos los días mueren. Y también mueren porque los matan, a sangre fría, mueren los niños a manos de la maldad.

El niño de Almería, el niño de España, el pececito de Níjar, es uno más entre los muchos que se ha llevado la maldad. Gabriel, ese loco bajito que fue de todos durante unos días agónicos ha aparecido en el maletero del coche de una mujer sin escrúpulos, fría como el hielo, malvada, reina de la hipocresía, emperatriz de la crueldad, maestra de la iniquidad. Sesgada su vida cuando la inocencia es la característica evidente de su condición de impúber, cuando es más proclive al engaño, a la añagaza. Atraído con un artificio, con un señuelo, Gabriel, el pescaíto de Níjar cayó en las viles redes de la maldad, que le esperaba hambrienta de su vida, sedienta de su sangre.

En esa maravillosa edad en la que el juego es el universo que sostiene sus vidas, Gabriel, como cualquier otro loco bajito, jugaba, y jugaba, reía, corría, saltaba, soñaba, abrazaba, besaba, y esa bendita locura de juegos y risas ha sido cortada de raíz por una mala persona, por un ser cuya perversidad nos demuestra que en nuestro mundo, en nuestras sociedades, el mal en su versión más sangrante existe. Es así de triste, de desolador, de doloroso, porque en esta ocasión ataca a los más débiles, a los más desprotegidos, se regodea en el dolor de todos, en el atroz sufrimiento de toda una sociedad que ve cómo se le ha despojado de uno de sus mejores y más estimables activos, un niño.

El pececito de Níjar se nos ha ido, se nos escapó de las manos como si fuera un chorro de agua. El niño más buscado de España no ha sido hallado, lo que entre mantas se escondía en ese maléfico maletero ya no era Gabriel, ya no quedaba ni un hálito de él, era ya meramente el cadáver de un loco bajito que desde otro mundo demanda justicia, suplica paz para los suyos. Gabriel dejó de serlo cuando las garras de la maldad se hizo con él y le robó su alma, su color, su mirada, su sonrisa, sus muecas, su respiración, su calidez.

Gabriel no llegaba al metro cincuenta. Le adornaba una mirada limpia y transparente. Las palas destacaban como perlas en su sonrisa que escondía encías desdentadas. El pescaíto mellado que adormecía iras y descorchaba ternuras. Su cuerpecito en estirón constante, piernas de alambre. Soñaba, lloraba, reía en brazos de sus padres, en el regazo de su madre, a coscoletas, al ritmo de un columpio. Todo eran risas contenidas, carcajadas. Hermosos sonidos emitidos por tierna garganta al compás de su alegre corazón. Tiembla su ser a ritmo de risotada. Jugaba, aprendía jugando. A su vera tenía el privilegio de jugar en el campo, con la naturaleza como madre postiza. Lares agrestes para niños felices. Así era él, así era su vida. Ilusionante, pueril, simple, esperanzada, llena de cariños entregados y ávidos besos en incontinencia afectuosa. Un loco bajito más que ya no nos joderá con la pelota.