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Vuelta de hoja

8-M

Tengo una amiga conductora de autobuses. Yo la llamo «princesa del gas-oil» pero los compañeros la conocen por el simpático motejo de «Ana Tortuguita». Quizá es que confundan la lentitud con la prudencia y no sean conscientes de que Ana, igual que ellos, no transporta ganado, ni sacos de cemento, sino personas. Algunos garañones al volante de esos dinosaurios chirriantes deberían tomar nota de lo que es ponerle una azumbre de dulzura a la conducción, que más de un abuelo ha ido a parar a mi regazo de resultas de un acelerón brusco. Es el caso que Ana es la primera conductora de autobús urbano de Alcoy, una pionera, hecho éste que nos llena de orgullo a sus deudos y allegados. Sobre todo, a los que pensamos que la habilidad, la destreza y el buen hacer no conocen o no debieran conocer género. Ana no lo tuvo fácil. Después de pasear su currículo por distintas empresas de transporte y ser rechazada sistemáticamente, acabó siendo reclutada por la empresa de autobuses urbanos, porque necesitaban personal. No era rechazada por falta de titulación, ni por inexperta, ni por falta de profesionalidad. A Ana la rechazaban porque debajo de su ropa había una serie de «accidentes geográficos» que biológicamente conforman el aspecto externo de una mujer. Y así seguimos. Históricamente tenemos un extraño y enquistado concepto de los géneros, algo así como una monomaníaca forma de baremar y encasillar a las personas por según qué habite un poco más abajo de su ombligo. Recuerdo, cuando pequeño, que mi habitación estaba pintada de azul y la de mis hermanas, de rosa. Cosas de la protohistoria. Pero es que seguimos pintando almas de azul o de rosa. Es que seguimos guiándonos por absurdas diferencias, por roles asumidos que ya, a estas alturas de la civilización, deberíamos haber superado. El ninguneo a mi amiga Ana no es un hecho aislado. Talentos femeninos en todos los órdenes hubieron de ser amortajados con los afeites del seudónimo. Escritoras, pintoras, científicas enmascaradas bajo lo absurdo de un nombre masculino para ser reconocidas. Uno, que intenta todos los días y por todos los medios armarse con la rodela de la empatía para que no le afecten demasiado las fantasmagorías del más cavernario machismo, se pone en el lugar de las mujeres en un ejercicio de interiorización extenuante. Oigan, uno se acojona. Imaginen que han salido a pasear. El crepúsculo empieza a tocar los tejados, las azoteas con dedos cárdenos. Están disfrutando de los contraluces de las antenas, del chirrido de algún avechucho. Los desconchones de una pared le sugieren un poema y hacen un esfuerzo por no olvidarlo para escribirlo en casa. Pero, con lo que no cuentan es con un chisteo, con un requiebro lechuzo que sale sorpresivamente de algún rincón, con un «dónde vas tan sola, guapa». Ven de soslayo una barba verdosa y medio garrapiñada, una mirada cejijunta, crujiente y ansiosa y todo su talante poético se va al carajo. Aprietan el paso, esperando no oír pasos detrás, pero los oyen. Y jadean y sudan porque les puede el miedo, porque ustedes sólo habían salido a ver antenas a contraluz y, si acaso, a oler los primeros versos de una incipiente primavera. Pero el lobo feroz ya les tienta las posaderas y oyen su saliva nauseabunda muy cerca de su cara.

Este episodio ficticio es real y tiene más años que Matusalén. Yo no quiero ser mujer en una calle llena de aire y penumbra. Por eso y por la desigualdad salarial, y por los seudónimos, y por ser vista como objeto, como reclamo, como marca, por no poder hacer según qué cosas por ser de según qué género, por no poder vestir como me salga del útero, por tener miedo de la noche que se cierne sobre un páramo, porque me tilden de borracha por entrar sola a un bar, porque hasta la luna me apunte con el dedo, porque me miren a las tetas antes que a los ojos, porque me llamen puta por sonreír a un desconocido, porque me llamen tonta por ser rubia, porque me tiemble la mano al meter la llave en la cerradura de mi casa porque alguien quiere tirarse a mi sombra. No, no quiero ser mujer en el siglo veintiuno porque la educación aún bebe en los humedales de las cavernas, porque los depredadores cabalgan por encima de los siglos, porque mi talento o mi falta de él parece que salga de mi coño. Y ya está bien. Y aún dicen que la huelga del 8-M es innecesaria. Yo sí la creo necesaria y no la veo, en puridad, como estrictamente femenina. Creo que este 8-M, es una huelga general sin género y una oportunidad única para reivindicar algo tan simple, llano y meridiano como la república de la razón, el gobierno de la igualdad, el tripartito de la empatía.

Para terminar, quiero decirle a mi amiga Ana, la princesa del gas-oil, que cada vez que arranque el autobús recuerde que no sólo está poniendo en marcha un mecanismo con pistones, sino que está plantándole cara al primate de los rincones, al primitivo de la oficina, al meapilas del púlpito, a la cara absurda, desquiciada y dislocada de la Historia. Un besaco, mujerón.

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