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Joaquín Rábago

Extrema derecha

¿Puede sorprender todavía a alguien el descalabro del centro-izquierda en otro país europeo más y el ascenso paralelo del populismo y de la extrema derecha?

¿Puede aún sorprendernos la subida fulminante de la Lega en las elecciones italianas del domingo mientras se hundía el Partido Democrático del ex jefe de Gobierno Matteo Renzi?

¿O que, comparado con la Lega, Forza Italia, del condenado y ahora humillado Berlusconi, pase ya por un partido de centro, mientras Cinco Estrellas, un movimiento oportunista, de ideología nada clara, que sólo propone cambio, se haya convertido en la fuerza más votada?

Bastaba escuchar los xenófobos discursos de los líderes de la ultraderecha italiana y ver al mismo tiempo las imágenes de inmigrantes africanos sin nada que hacer, alojados en pensiones u hoteles de la periferia de tantas ciudades del país, para augurar el éxito electoral de aquéllos.

Da igual que la ultraderecha sea incluso muchas veces más fuerte en lugares donde apenas han visto a un inmigrante porque ese tipo de imágenes las ve todo el mundo por televisión, y el temor a cuanto se desconoce es aún mayor y más fácilmente explotable por los populismos.

A lo que hay que añadir por supuesto el efecto manipulador de las burbujas informativas en las redes, la continua contaminación de los bots, ya sean rusos, como repite machaconamente nuestra prensa, o de cualquier otra parte.

En una sociedad como la nuestra, en la que se esfuman valores como la cooperación y la solidaridad mientras se imponen el individualismo, el egoísmo y la más cruda competencia, no debería sorprender que muchos ciudadanos se sientan cada vez más inseguros.

Y que, como fruto de esa creciente inseguridad, vayan aquéllos a buscar refugio en quienes les prometen lo que en el fondo ansían: protección frente a oscuras amenazas que, según les dicen, llegan sólo de fuera.

Es fácil convencerles de que la culpa de lo que les ocurre, del deterioro de los servicios públicos, de la precariedad laboral, la tiene la apertura de fronteras, la desordenada llegada al país de decenas de miles de personas de otro espacio cultural que competirán con ellos por unos puestos de trabajo cada vez más escasos y precarios.

Que esos inmigrantes constituirán un ejército de reserva que abaratará los salarios, debilitará a los sindicatos y que, en el peor de los casos, aumentará la pequeña delincuencia -que de la grande se encargan otros y autóctonos- en sociedades volcadas al más desaforado consumismo.

De poco o nada servirá explicarles a esos ciudadanos la tremenda injusticia de que los capitales puedan circular libremente por el mundo mientras se prohíbe traspasar nuestras fronteras a quienes tratan de escapar de la miseria y de las guerras que nosotros mismos provocamos.

De nada, tampoco, decirles que esos desgraciados que tan desesperadamente tratan de llegar a Occidente son sólo a su vez víctimas de la depredación de los recursos naturales de sus pueblos por multinacionales que no dudan en sobornar a sus despóticos gobernantes mientras nuestros gobiernos hacen la vista gorda.

Y mientras la izquierda asiste a todo eso carente de ideas e impotente, vemos incubarse una nueva forma de fascismo.

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