Cuándo será el día en que desaparezca esa fecha significada «de la mujer» porque no existan ya diferencia entre unos y otras? ¿Qué pasó a través de la Historia que diera pie a este actual estado de cosas?

Es la triste múltiple pregunta que con frecuencia me hago, y siempre caigo sobre la misma respuesta cuando aparece la noticia de una nueva muerte tan temiblemente esperada: una vez le oí decir a un paleontólogo que se había descubierto una especie de poblados muy antiguos -y hablamos de los albores de la humanidad- que presentaban ciertas características curiosas, la ausencia de murallas y armas, lo que llenó de sorpresa a los arqueólogos, quienes, con estos datos y otros más, llegaron a la conclusión de que en aquellos rudimentarios poblados vivía gente que no conocía la guerra, es decir, no necesitaban defenderse al menos de sus vecinos. Más investigación demostró que allí, probablemente, se practicaba la «ginecocracia», el matriarcado, el gobierno regido por las mujeres. Pero las cosas cambiaron porque en esas ruinas y en estratos más recientes aparecieron, como novísima amenaza, las murallas defensivas y la aparición de unas feroces tribus indoeuropeas que habían introducido un instrumento revelador: las armas. «La figura del guerrero se abrió paso -comenta el profesor Souvirón- y el hombre irrumpió en la historia como eje de una concepción de vida en la que la guerra se convirtió, hasta nuestros días, en la base de su estructura social como protagonista. Nunca desde entonces hemos abandonado la economía de guerra. Y nunca desde entonces hemos sabido administrar la paz; una idea que, por otra parte, jamás ha sido asumida como principio irrenunciable por ninguna civilización posterior a la minoica». En otros capítulos, el mismo autor estudia los mitos como vehículos de transición de un modelo de cultura y, con él, la desaparición social de la mujer. Así, la influencia pacífica femenina no solo fue decreciendo sino también barrida por el hombre, quien, por medio de los mitos, propició la caída de la influencia social de esta. Los mitos ayudaron poderosamente a ello. Recordemos a Pandora, quien destapando su famosa caja liberó todos los males del mundo; Eva, aquella que se cargó de un mordisco los placeres del Paraíso... Mitos que por medio del desprestigio propiciaron la caída del poder social femenino y su posterior reclusión al ámbito familiar en calidad poco menos que de esclavas. La fiel Penélope, e incluso en su momento María, iban a dar respuesta a otra faceta femenina que al hombre tanto le convenía: de la mujer perversa (o en su tiempo poderosa) a la sumisa. Lo demás, hasta bien entrado el siglo XX ya lo saben ustedes bien por los libros, los documentos, los periódicos o por la triste propia experiencia. Las denostadas feministas consiguieron el derecho al voto para la mujer entrado ya el siglo pasado y aún no hace 50 que desapareció la obligatoriedad del permiso del marido para cualquier actividad legal. Y si tocamos el adulterio femenino, aún anda vigente la lapidación en algunos países frente a la permisividad de la que goza el hombre.

Hoy las cosas están cambiando, ya no existe el derecho de pernada, por ejemplo, pero frente a un buen puñado de hombres cuyo comportamiento es más que correcto -gracias, chicos- aún los hay que arrastran en sus genes aquel derecho de pernada como algo naturalmente lícito, y eso a causa del presunto «libertinaje de la mujer de hoy que, por eso, merece un correctivo». Así que el hombre se ha puesto a impartir un tipo de justicia ancestral que, por lo visto, aún conserva en su código genético y mata a cuchillo, a trompazos, a patadas, porque se siente dueños de cuerpos y almas con respecto a lo que se ha dado en llamar «su costilla».

Pero, ¿qué hacer?

Les voy a contar un suceso que pasó aquí, en Elche, hace muchos años. Seguramente nadie lo recuerda, pero a mí me quedó en el rincón ese de la memoria en donde nada se desvanece. Entonces no había tele, apenas periódicos, pero fue muy sonado. Era el caso de una familia que vivía en El Raval. Cuando esta barriada aún tenía un aire de morería, allí una madre con tres hijos pequeños convivía con un marido maltratador y borracho. Las palizas eran diarias, además de humillaciones que no les quiero contar por espantosas. Pero estábamos en épocas poco proclives a ayudar en esos casos; ni policía, ni juzgado, solo las vecinas. Pero qué diablos podían hacer si pegar a las esposas era entonces moneda corriente y, de alguna forma, aceptada... Solo esperar cada día la muerte de aquella pobre vecina y contemplar el llanto de los huérfanos. Pero las cosas no se resolvieron de la manera prevista sino que fue la mujer quien, pensando en sus hijos como después declaró al juez, agarró un hacha y mató al marido que, al llegar como una cuba, no pudo ni esquivar los golpes. Ni que decir tiene que la pobre acabó en la cárcel y los niños, provisionalmente, con las vecinas. Hubo revuelo en el pueblo, indignación por la suerte de la madre, así que aquellas bravas arrabaleras montaron un buen «pollo» frente a la cárcel, al juzgado, y por fin al Ayuntamiento y para mí que las fuerzas vivas se «acojonaron» de ver al grupo de Walkirias defendiendo una causa justa, por lo que el juez, escuchando a las bravas vecinas, concedió que la madre cumpliera su culpa confinada en casa cuidando de los hijos. Aquellas mujeres seguro que no habían leído a los grandes dramaturgos de nuestro Siglo de Oro, pero yo no tuve ninguna duda, eran las hijas de aquellas que también se pusieron en jarras ante un humillado pueblo llamado Fuenteovejuna.

PD: No soy partidaria de empuñar el hacha, esto que conste, pero en el caso que nos ocupa, ¿qué queréis?, lo reconozco, me gustó el final.