Pocos comportamientos me parecen más deleznables que beneficiarse del sufrimiento humano. Más aún cuando se actúa con plena conciencia de ello. Me repugnan quienes juegan con la salud de otros, generando expectativas que saben imposibles de cumplir. Como es obvio, no me refiero a quienes aportan una pizca de ilusión y esperanza a los desahuciados, sino a esos otros canallas que prometen exitosas curaciones sin lógica ni ciencia alguna que las sustenten. Demasiados charlatanes andan sueltos.

En más de una ocasión, la indefinición del término «terapeuta» acaba por tener consecuencias funestas. Y es que cualquier hijo de vecino cree serlo, aunque no disponga de formación alguna que le capacite para diagnosticar y prescribir o administrar un tratamiento, ya sea físico o psíquico. Sería difícil que, sin titulación que lo acredite, alguien se atribuyera la condición de economista, abogado o ingeniero; en cambio, aparecen «terapeutas» por doquier. Basta el paraguas de cualquier pseudociencia -en realidad, una falsa ciencia- o recurrir a costumbres ancestrales de dudosa efectividad, para que cualquier papanatas se considere capacitado para curar tanto un cáncer como el SIDA. Incluso algunos se permiten considerar nuevas enfermedades -o negar la existencia de otras-, como si la medicina oficialista no cometiera ya en exceso estos errores.

Hace unos días, un juzgado de Valencia absolvía a un naturópata de los delitos de homicidio e intrusismo que se le imputaban. Si la Justicia falló en este sentido, así será. Pero la cuestión es que, detrás del caso, queda el fallecimiento de un joven que rechazó tratar adecuadamente la leucemia que padecía. Sería injusto matar al mensajero porque, al fin y al cabo, parece que fue más decisiva la influencia de un familiar que la del propio curandero. Alguien le convenció de que era mejor tomar brebajes que asumir los efectos secundarios de la jodida quimioterapia. No aprendemos.

Como resultado, una muerte más que pudo haberse evitado con un comportamiento mínimamente ético y, por supuesto, algo más humano. Los casos son múltiples y poco parece influir la cultura o el nivel social. Ahí tienen la equivocada decisión que Steve Jobs adoptó en relación a su enfermedad, que me recordaba el profesor Jaime Merino comentando con él este tipo de sucesos. El cofundador de Apple confió el tratamiento de su cáncer de páncreas a la dieta macrobiótica. Grave error, impropio de quien disponía de amplios conocimientos y acceso a los medios terapéuticos más avanzados. De poco sirvió que, finalmente, recurriera a una intervención quirúrgica. Ya era demasiado tarde.

Me dirán que cada uno tiene derecho a elegir cómo afrontar sus enfermedades. Y, por supuesto, comparto esa opinión. Nadie obliga a escoger el medio de hacerlo, pero esta decisión sí se condiciona cuando se difunden falacias. Atribuir poderes curativos a lo que en realidad no pasa de ser un simple placebo o el resultado de la autosugestión, es un comportamiento excesivamente irresponsable cuando es una vida lo que está en juego. Sin embargo, no estoy por la labor de disparar al pianista, porque éste no deja de ser un simple atrezzo entre tanta confusión. Me pregunto cuál es la responsabilidad de la Administración sanitaria y de los colegios profesionales. Algo tendrán que ver en este desatino.

De los responsables sanitarios cabría esperar una regulación bastante más estricta y, por supuesto, la supervisión de su cumplimiento. Porque leyes hay, seguro, aunque cosa distinta sea velar porque sean respetadas. Los colegios profesionales -y, en concreto, los de médicos- tampoco han sido muy productivos, incluso dando alas a unas secciones de «medicinas alternativas» que han acabado por ir eliminando cuando la cosas se han puesto feas. Da la impresión de que, siempre que los falsos remedios fueran administrados por médicos titulados, no habría problema alguno ¡Como si el engaño no fuera el mismo! En honor a la verdad, los propios naturópatas y asimilados parecen preocuparse más por evitar los malentendidos que las autoridades sanitarias. Aunque quepan dudas de su cumplimiento, el Código Deontológico de la Asociación Nacional de Profesionales y Autónomos de las Terapias Naturales incide en la prohibición de utilizar el término «medicina» para evitar confusiones. Algo es algo.

Otro aspecto preocupante es que, alguno de estos «terapeutas», lleguen a considerar como enfermedad aquello que no es más que una simple variante de la normalidad. Esa tendencia a patologizar la vida también es propia de la medicina tradicional. Y es obligado, una vez más, llamar la atención sobre la recurrente consideración de la homosexualidad como algo patológico. Lo morboso sería no aceptar la propia sexualidad, independientemente de la orientación que ésta tenga. Vuelve a ser noticia que una «coach» -otro término de enorme ambigüedad- se empeñe en «curar» a quienes se sienten atraídos por personas del mismo sexo. Sepan, por cierto, que tamaña estupidez es liderada por un tal Richard Cohen, homosexual «arrepentido» por principios morales y religiosos, que ha hecho cierta fama -y, supongo, fortuna- publicando sus desvaríos. Por supuesto, al fulano no se le conoce ninguna formación universitaria que le capacite para tratar enfermedades -de ahí que tenga que acabar por crearlas-, por más que se le confunda con un «psicoterapeuta». Otro caso más de charlatanismo que produce más daño que beneficio.

En este conflicto, la medicina tradicional no está exenta de autocrítica. No hay duda de que ésta tiene buena parte de responsabilidad y habrá que reconocer que su credibilidad está en crisis. Cierto es que existen demasiadas injerencias de la industria farmacéutica, pero también una pérdida del rol humano del propio médico. La empatía no es virtud que abunde, como tampoco el tiempo que se dedica a ganar la confianza del paciente -masculino genérico, por cierto- y a explicar todo cuanto concierne a la enfermedad, más allá del simple cumplimiento de la mínima obligación legal de informar ¿Qué no hay tiempo? Pues mandemos al diablo tanta eficiencia en la gestión y prioricemos la relación médico-paciente, que apenas queda reducida a un simple aderezo. Reforzar esa credibilidad acaba siendo el mejor instrumento para afrontar la publicidad engañosa -ojo, también muy habitual en la medicina tradicional-, el charlatanismo y el intrusismo.

Puede que parte del problema radique en ese reduccionismo biologicista -y funcionarial, dicho sea de paso- que está caracterizando al ejercicio de la medicina tradicional. Y a esa búsqueda de la felicidad en una simple pastilla, que suele denunciar el «enfant terrible» de la Psiquiatría americana, Allen Frances. Algo estamos haciendo mal ¿no creen?