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Arturo Ruiz

Opinión

Arturo Ruiz

Imprescindible memoria

Nadie merece morir así: enterrado en una cuneta, tiroteado en la tapia de un cementerio, arrojado a una sima, acuchillado por hordas de soldados, sacado de la cama en pijama durante la madrugada, torturado en un sótano, esperando en un puerto el barco que jamás llegará. Sin lápidas, ni funerales, ni palabras. Ninguna sociedad puede ser libre si se empecina en no saber qué fue de sus muertos, si deja víctimas sin identidad por los caminos y familiares de víctimas mascando el poso amargo del olvido durante décadas. Por eso es tan grandioso el trabajo que han realizado Miquel Mezquida y su gente, investigadores objetivos que han rastreado sin ningún sesgo preconcebido tanto las fosas de la represión franquista (más abundantes, porque los rebeldes instauraron un sistema de justicia basado en los verdugos que se prolongó en la posguerra) como las de la retaguardia republicana (los tremendos paseos de La Pepa hasta 1937). Y aún así es esta una memoria incómoda: hay sectores de la sociedad que la ven como un revanchismo de la izquierda y que abogan por dejar a los muertos en paz. Pero ningún muerto descansa en el destierro. La verdad no tiene remedio: los vencedores mataron sin compasión y así lo han demostrado con datos e investigaciones muy serias historiadores como Paul Preston o Antony Beevor, quienes tampoco han tenido empacho en contabilizar, con el mismo rigor, los crímenes de los milicianos. Y pese a su trabajo, seguimos sin superar el drama porque persistimos en cuestionar evidencias históricas innegables, casi matemáticas, desde el prejuicio ideológico. Por eso llevamos desde la Transición marginando de nuestra democracia a las víctimas que quedaron fuera de los panteones. Ahora que ya somos mayores, que sabemos mucho más, ha llegado el momento de rescatarlas. Sin memoria no hay reconciliación definitiva.

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