Bajo el lema «¡Podemos hacerlo!», una mujer con el pelo atado por un pañuelo rojo de lunares en su cabeza y camisa azul de trabajo muestra su musculoso brazo. Es Rosie la Remachadora (Rosie the Riveter), un póster que nació durante la Segunda Guerra Mundial.

Todo empieza cuando en 1942 un fotógrafo captó la imagen de una mujer joven cuando trabajaba en una base aérea. En mayo de 1943, el Saturday Evening Post publicó la primera ilustración de «La Remachadora», que alcanzó gran difusión, llamándola Rosie, por la canción propagandística «Rosie the Riveter», que hablaba de un novio que se había ido al frente y al que ella protegía apoyando al país con su trabajo. A partir de esa foto, el ilustrador J. Howard Miller realizó su famoso póster «We can do it!» para la Westinghouse Electric, que se lo encargó para aumentar la moral y rendimiento de sus trabajadoras.

La imagen fue olvidada durante décadas y fue recuperada en los 80, convirtiéndola en un icono de la mujer trabajadora, del feminismo y de la lucha por la igualdad. Absorbida por la cultura popular, del póster pasó a camisetas, chapas, llaveros, videojuegos y un largo etcétera. Imitada repetidamente, artistas del pop, como Beyoncé, e incluso Marge de Los Simpson, se caracterizaron como Rosie.

Pero no siempre ha estado asociada al mismo tipo de empoderamiento femenino que representa en la actualidad.

A principios de los años 40, muchos hombres estadounidenses dejaron sus puestos de trabajo para ir al frente y el Gobierno comenzó una potente campaña para convencer a las mujeres de que ocupasen su lugar en las fábricas. Apelando a su deber patriótico, las animaba a conseguir su propio sueldo, sin perder su femineidad (imagen de la mujer trabajando con complementos en el pelo y maquilladas) y se creó el «orgullo de esposa», tanto si eran mujeres de soldados como si no.

Pero en cuanto los combatientes volvieron, las «Rosies», por muy eficientes que hubiesen sido en sus puestos de trabajo y a pesar de su voluntad de continuar ejerciendo un oficio remunerado y especializado, tuvieron que volver al rol tradicional. En 1944, cuando estaba clara la victoria de EE UU, el Gobierno hizo otra campaña propagandística, esta vez para que las mujeres volvieran a ser amas de casa.

Para mí, «Rosie» siempre ha sido «Rosie la Aparadora», el paradigma de la mujer trabajadora.

Elche fue el principal municipio productor de calzado textil de toda España desde principios del siglo XX, y la trenza de yute o cáñamo con la que se elaboraban las suelas se realizaba tradicionalmente a mano, por mujeres, las «sogueras», que se valían tan solo de su habilidad, de las que las aparadoras son su avatar, su transformación actual.

Hemos crecido oyendo el repiqueteo de la aguja de la máquina de aparar mezclado con el sonido de una radio, incluso de noche, cuando ellas habían acostado a los niños y seguían, porque el horario de trabajo lo marca «la faena que tengas». El trabajo a domicilio se paga a destajo, y hay que sacarlo.

Un sistema de producción realizado en el propio hogar o, cuando es posible, en un pequeño local, donde la mujer y su familia tiene un claro protagonismo, ya que el sistema de relaciones de empleo se basó en el parentesco y la vecindad, madres que enseñaron a sus hijas y conocidas que traen a otras conocidas.

Viviendas y talleres clandestinos donde trabajan las mujeres que forman parte de la cadena de montaje, sin cotizar, sin reconocimiento médico, sin amparo de un régimen jurídico y sanitario, compaginando el ser madre y el trabajo.

El aparado forma parte del complejo mundo de la economía sumergida que desde los años 60 ha sido decisivo para sacar adelante la producción de las fábricas, para la economía de la ciudad y el prestigio de nuestro calzado. En todo este tiempo su situación laboral se ha mantenido igual, silenciada.

El año pasado hubo en Elche una exposición fotográfica de Pablo Miranzo, con el título «Sumergidas. La fábrica invisible», y en el programa se leía: «Coser las piezas de que se compone el calzado para unirlas». Esta es la definición de «aparar», según la RAE. Sin embargo, para las mujeres de Elche que han pasado por la industria del calzado, esta palabra lleva implícito mucho más: el trabajo, la vida y los problemas de salud de las mujeres ilicitanas que hoy habitan los talleres de aparado. La ciudad entera le debe mucho a este colectivo de mujeres. Puede que la problemática de las aparadoras no tenga una solución fácil, pero no hay excusas para que continuemos empujándolas al silencio.

No hacen falta más palabras.