En la antigua Grecia existía una denominación para el héroe que alcanzaba la gloria y al que progresivamente el éxito se le iba subiendo a la cabeza hasta llegar a sentirse capaz de cualquier cosa: el Síndrome de Hubris. Se caracteriza por un ego desmedido, una sensación de poseer dones especiales que lo hacen capaz de enfrentarse a cualquier obstáculo, agitación, imprudencia e impulsividad, atracción por los lujos y excentricidades, así como una desmedida preocupación por la imagen.

El neurólogo Davi Owen analiza la «locura» que provoca el poder. Según sus palabras: «el poder intoxica tanto que termina afectando al juicio de los dirigentes». Para el psiquiatra Manuel Franco, el principal factor de riesgo es ser varón, ya que «los hombres son muy sensibles al halago y al reconocimiento y toleran mal la frustración», aunque también contribuye tener «una baja capacidad intelectual».

En su libro publicado en 1930, Psychopathology and Politics, Harold Laswell, estudió la personalidad de cientos de servidores públicos estadounidenses, concluyendo que la búsqueda del poder no es algo natural en el ser humano. Laswell opina que esa necesidad de mandar se produce para compensar una carencia emocional de la infancia. En unos, la ausencia de una figura paterna, en otros, el impulso de competir contra el padre o de agradarle.

Como expresó el politólogo David Singer, «en condiciones de tensión y ansiedad, el encargado de la toma de decisiones puede no actuar según patrones de utilidad». Recordemos los acontecimientos de 1962, con la crisis de los misiles en Cuba, cuando la confrontación este-oeste estuvo muy cerca de convertirse en la tercera guerra mundial; ¿qué hubiera sucedido si Kennedy hubiera ordenado un ataque a la isla o si Kruschev se hubiera dejado llevar por impulsos nacionalistas y de expansión ideológica?

Actualmente los analistas se cuestionan la salud mental de personas como Donald Trump analizando sus repetidos cambios de humor y de opinión en múltiples asuntos. El año pasado 35 psiquiatras firmaron una carta en la que diagnosticaban al presidente estadounidense como «incapaz» para liderar el país. Hace unos días, otros 70 psiquiatras pedían al médico personal de Trump que evaluara su capacidad mental. La enmienda XXV de la Constitución Americana indica que determinados senadores o incluso el vicepresidente pueden plantear la incapacidad del presidente para gobernar si tiene problemas mentales.

También en Argentina se ha incrementado la relevancia concedida al perfil psicológico de sus dirigentes políticos en los últimos meses. Digamos, en suma, que tal vez sería recomendable implementar estrategias que puedan certificar la salud mental de aquellas personas en quienes confiamos nuestras vidas.