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Jaque mate inminente

De repente, todos le piden realismo a Carles Puigdemont. Él devuelve la pelota a sus compañeros. ¿Lo hemos tenido en los últimos años? ¿Hemos llegado hasta aquí por realismo? De aplicarlo, ¿dónde pararíamos? Es como Artur Mas. Reclama que los líderes no se pierdan en el laberinto de la ideología. ¿Pero quién comenzó ese juego? Realismo pide Marta Rovira para hacer crecer a los independentistas. Visto lo visto, las cuentas están echadas. No. Lo que ha dirigido el proceso catalán no ha sido el realismo. Invocarlo ahora es firmar el acta de rendición. El problema es que seguir como hasta ahora supone exponerse a que el tratado de paz todavía sea más duro para la minoría nacional catalana.

En esa disyuntiva, la posición de Puigdemont no deja de ser coherente y ésa es su debilidad. Ser coherente es llegar al ridículo. Que él la mantenga porque no ha pasado por la cárcel, sugiere que piensa que hizo lo correcto al fugarse de España. Dos meses en prisión han dejado reducido a Oriol Junqueras a una sombra fantasmal. Puigdemont es visible y ofrece a la parroquia nacionalista compensaciones: pone en jaque al Gobierno.

Por supuesto, todo esto nos retrotrae a los esquemas medievales, a los tiempos que no conocieron la soberanía, en los que los actores políticos se regían por el derecho de resistencia y en los que el derecho como legitimidad racional-legal no existía frente a la máxima «sic volo sic iubeo, sit pro ratione voluntas» («así quiero, así me place, sea la voluntad en lugar de la razón»). Todo lo que dice JxCat se reduce a esta máxima. Esta mentalidad creció mucho antes de que el moderno concepto de soberanía se impusiera, cuando el derecho de rebelión era el primero de los derechos políticos naturales. En realidad, estamos en la última de las infinitas luchas hispanas de resistencia contra el Estado, ahora en defensa de una entidad preestatal como es la Generalitat.

Pero si hemos llegado a esta praxis de formas políticas arcaicas en pleno siglo XXI es porque nuestra democracias es altamente imperfecta y porque nadie hasta ahora se ha preocupado por mejorarla. Esta es la última deriva de aquella comprensión de la democracia de alguien tan desmañado como Francisco Camps, que se apresuró a decir que su reelección como presidente de la Generalitat le purificaba de todas las irresponsabilidades políticas cometidas. El refrendo popular como sustitutivo de la justicia ante las violaciones de la ley, eso se sugirió entonces. El PP no ha cesado de sugerirlo. ¿Nos extrañamos de que Puigdemont y su gente del PdCat invoquen ese mismo argumento?

Todo lo que pueda haber de ilegal en el anterior Gobierno de la Generalitat ha sido refrendado por las urnas y santificado por la decisión de los electores. Este es el juego de Puigdemont. Lo que sucedió el 21D no fue sino la reposición del Gobierno de la Generalitat separado de sus funciones por una decisión estatal. De este modo, todo es coherente: el 155 no se acepta, el Gobierno previo ha de ser repuesto, las elecciones del 21D fueron consideradas ilegítimas, pero su resultado no hace sino reponer la legitimidad anterior, la única que ellos aceptan. La cuadratura del círculo es posible porque el resultado es el mismo: la Generalitat debe ser gobernada por los actores considerados legítimos.

Todo esto sería perfecto si en verdad la voluntad mayoritaria del Parlament tuviera capacidad de operar como poder judicial y exonerar a Puigdemont de toda culpa. Era lo propio de las Cortes históricas de Aragón, previas a los tiempos de la soberanía y la división de poderes. El Parlamento como corte judicial suprema. Dado que esta situación, propia del pensamiento de Puigdemont, no se va a dar, tenemos que aquí chocan el pasado institucional catalán contra el presente de un modo parecido a como chocaron los caballeros polacos contra los panzer alemanes.

En efecto, para que el plan de Puigdemont funcione se tiene que llevar al final la idea de que la Generalitat y las instituciones catalanas se rigen por la cláusula sic volo de los independentistas. Así que los consejeros en Bruselas puedan votar tanto como Puigdemont. Entonces sería posible investirlo a distancia, las elecciones de 21D habrían sido un acto estatal sin relevancia en Cataluña y el Estado tendría que procesar a un president en activo y fugado. Puigdemont gobernaría simbólicamente una república imaginaria desde Bruselas, pero lograría algo decisivo: ocupar el lugar institucional de la Generalitat. Si regresase se llevaría la situación al extremo. Puigdemont tendría que despachar en la cárcel por analogía con los que pueden votar desde ella. La jugada tiene todos los componentes de los movimientos previos al jaque mate. Eso acontecerá cuando el Estado mantenga el 155. Eso sería una derrota de consecuencias imprevisibles para el nacionalismo catalán.

Las jugadas alternativas estrechan el espacio. La primera, que Puigdemont regrese antes de ser investido, que entre en prisión como Junqueras, pueda votar, garantizar su mayoría absoluta y formar gobierno independentista, pero todo ello desde la cárcel para, al final, investir a otro president. La segunda, que Puigdemont no regrese, que sus cuatro compañeros de fuga no vengan ni dimitan, que el independentismo pierda la mayoría absoluta y que no se pueda formar gobierno. En este caso, el Parlament estaría abierto, pero Cataluña sin gobierno, y Mariano Rajoy seguiría aplicando el artículo 155 durante un tiempo. El final siempre es el mismo. O Puigdemont y 155, u otro presidente y empezar de nuevo. Todo apunta a que Puigdemont será presidente en el exilio.

Esta opción mantendría el imaginario de España como un Estado neofranquista que lanza al exilio a los patriotas catalanes. Sin embargo, este imaginario podría funcionar bien mientras no existiera la posibilidad de otro presidente catalán. Pero la diferencia con el régimen de Franco es que ahora todas las fuerzas políticas pueden actuar en libertad, y que quien impide ocupar el trono vacío no es Rajoy, sino Puigdemont y su esfuerzo hercúleo por elevarse a símbolo personal de toda Cataluña. Que todas las libertades civiles y políticas estén expeditas y que, sin embargo, hubiera un gobierno en el exilio ería sólo viable mientras JxCat tuviera la capacidad negativa de una política obstaculizadora. Tan pronto no fuera así, Puigdemont se quedaría como un personaje prescindible.

Resulta evidente, sin embargo, que esta política solo conduce al sacrificio de todos los peones para que se salve el rey. El ajedrez es un juego cruel y aristocrático. Y es verdad que es contemporáneo en su definición al esquema de la mentalidad medieval que sostiene el esfuerzo de Puigdemont. Pero como modelo político, tiene un pequeño problema. Y es que, en el juego, los peones, las torres, los alfiles y las reinas son piezas inertes de palo, marfil o piedra. En la vida política, las voces de los sacrificados se dejan oír con más claridad.

Día a día esas voces van creciendo. Y con ellas se va imponiendo una dura pedagogía. El Estado es una cosa muy seria, incluso cuando no es un Estado serio. Y los juramentos que se ofrecen en su altar no son palabras vacías. Muchos pueden pensar que lo son porque ellos, en su fuero interno, no se las creen. Pero jamás se pararon a pensar que, para el Estado, que ellos las crean verdaderas o no en su fuero interno no es relevante. Lo relevante es que lo son para él y exige su cumplimiento. Es posible que Puigdemont no lo entienda. Es la mejor señal de que se ha convertido en un rey de madera. Pero su jaque está cerca y por eso su salvación exclusiva es mantenerse lejos, arrasado el tablero propio. Amenazado por el jaque mate o por el exilio, la partida está acabada y habrá que pensar otra nueva. Su lógica seguirá marcada por la existencia de la unidad del Estado. Sólo luego se podrá hablar de su forma.

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