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Juan R. Gil

Paisaje antes de la (última) batalla

En un país cuyas administraciones viven más pendientes de gestionar elecciones que de gobernar, el PP ha comenzado 2018, el año en que definitivamente se lanza la campaña que nos llevará hasta los comicios municipales y autonómicos de la primavera de 2019, de la peor manera posible: situado de nuevo frente al espejo de los escándalos que le llevaron a perder el poder en las principales instituciones de la Comunitat Valenciana hace poco más de dos años y medio. Nada indica que los populares, incapaces de encontrar un discurso político moderno, regenerador y coherente y con sus liderazgos en recurrente cuestión, estén en disposición de rearmarse en este año y pico que queda hasta los nuevos comicios y mucho menos de recuperar el mando del que gozaron. Hasta su condición de primer partido en votos en esta autonomía está en riesgo, sin que Mariano Rajoy tenga tiempo ni interés para preocuparse por ello.

El Consell del Botánico, conformado por el PSPV y Compromís en el Ejecutivo y Podemos como muleta en el Parlamento, ha pasado desde 2015 por pruebas muy difíciles, pero hasta el momento ha salido entero de todas ellas. El propio pacto que llevó a la izquierda al Palau fue el primero de esos test. El riesgo era doble: o tener una Generalitat caótica e inestable cuyos pasos se midieran por los enfrentamientos entre sus socios, o tener una inoperante. Ninguna de estas cosas ha acabado ocurriendo y a día de hoy la acción del Consell puede gustar o disgustar, pero de lo que no cabe duda es de que hay un gobierno que gobierna y no una administración rota o paralizada.

Ese mismo gobierno también ha sido capaz de superar la mayor crisis que el PSOE ha sufrido en los últimos años, la del enfrentamiento de los barones -con marcado protagonismo del líder del PSPV y president de la Generalitat, Ximo Puig- con Pedro Sánchez, la dimisión de éste, su regreso a sangre y fuego a la secretaría general y los intentos de trasladar la pelea a las distintas federaciones, en primer lugar a la valenciana. Hubo un momento en que Puig vio seriamente en peligro su liderazgo. Pero aguantó. Y con ello apuntaló el gobierno de la Generalitat con la ayuda de un Compromís que no quiso aprovechar el momento de debilidad para hacerse más fuerte.

El tercero de los hitos de lo que llevamos de legislatura que podría haber supuesto el estallido del pacto de gobierno fue el procés catalán, un tsunami que al primer territorio fuera de Cataluña al que amenazaba era, por razones que no es necesario recordar, a la Comunitat Valenciana. Las dos almas de Compromís -la de izquierdas que en líneas generales representa Iniciativa y la nacionalista que enarbola el Bloc- se han visto sometidas a una enorme tensión durante los últimos meses. Pero hasta ahora, la coalición ha podido capear el temporal con fortuna, más allá de las puntuales salidas de tono que las redes sociales favorecen y amplifican. Compromís ha conseguido hasta aquí que, por encima de todo, prevalezca el pragmatismo de sus dirigentes. Y conforme el calendario se mueve hacia las próximas elecciones parece imponerse de nuevo el discurso que les llevó al éxito de los anteriores comicios, donde predomina el acento social sobre el identitario. Quien escuchara el pasado 6 de diciembre la intervención que la vicepresidenta Oltra hizo (bien que a modo de telonera/presentadora, que el encaje en los actos institucionales de su figura no se ha acabado de resolver cuando coincide en el escenario con el president), quien la oyera en la conmemoración del aniversario de la Constitución en el Teatro Principal de Alicante, digo, ya pudo comprobar la moderación en el debate territorial que Compromís intenta imprimir a su discurso.

La cuarta, y por el momento última, gran prueba a la que el Botánico se ha sometido ha sido la de los Presupuestos de la Generalitat para este año, que Podemos amenazó reiteradamente con no aprobar. Pero los de Estañ se encuentran perdidos, sin peso político en la agenda de esta comunidad, y al final acabaron amagando sin pegar y dejando pasar unas cuentas que eran su última posibilidad de ponerse en valor.

El camino hasta las elecciones para la izquierda está todavía lleno de peligros, entre otras cosas porque de forma inexorable se acerca el momento en que las tres fuerzas que sustentan el gobierno tengan que hacer patentes sus diferencias para disputarse el voto en las urnas. Pero el mayor problema a día de hoy lo tiene un PP que ha perdido el relato. Dice su lideresa, Isabel Bonig, que los populares ya pagaron por la corrupción en las elecciones de 2015 y tiene razón: la factura fue elevada. Pero eso no significa que la cuenta esté saldada. Durante los próximos meses, empezando en la Audiencia Nacional este mismo lunes con el inicio de la vista del caso Gürtel, el PP va a volver a sentarse en el banquillo y a ojos de los ciudadanos ese PP que se sentará a escuchar las acusaciones de la Fiscalía Anticorrupción no es un PP distinto del que hoy existe, porque puede que ya no estén las mismas personas (faltaría más), pero no se han renovado ni los discursos ni, lo que es peor, la forma de entender la práctica política y, si no, sólo hay que mirar la forma en que se gobierna la Diputación de Alicante, la mayor de las instituciones que han quedado en manos de los populares, mirando más el interés personal y partidista que el general. Toda la estrategia del PP se ha basado en esperar que la izquierda se desmoronara y fuera incapaz de gobernar. Y aunque en muchas ocasiones durante estos más de dos años esa izquierda ha perdido de vista las razones por las que los ciudadanos les llevaron al poder, lo cierto es que no ha habido ni derrumbe ni desgobierno en la Generalitat (de Alicante no hablamos) mientras que el PP indígena sigue prisionero de su pasado y del Gobierno de Madrid y su indisimulado desdén por esta comunidad.

Los populares van a enfrentarse además a una competición a la que no están acostumbrados: esta vez no se trata solo de conseguir que el centro-derecha vote más que la izquierda, sino de luchar porque una parte sustancial de ese voto conservador no se vaya a otro partido, Ciudadanos. La suerte que al PP le queda es que si los de Bonig están desarbolados, los de Rivera no tienen aquí nada más que escaños anónimos: ni dirección, ni proyecto para la Comunidad, ni estrategia para ciudades importantes (ya sea València, Alicante o Elche, por citar las tres mayores) ni líderes visibles capaces de catalizar el voto. Pero el problema es que el PP sigue representando pasado, mientras que Ciudadanos viene impulsado por el viento de cola del futuro. Otra cosa es que sean capaces de aprovecharlo. Veremos.

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