A Antonio Alonso le gustaba ser de pueblo. No digo que le gustara vivir en su pueblo, Almoradí, del que fue alcalde en distintos momentos y donde falleció esta madrugada a los 84 años. Eso por supuesto. Ni que fuera un activista en pro de las localidades de tamaño medio o pequeño y en contra de las grandes urbes. Para nada. Cuando escribo, recordándolo con una sonrisa, que a Antonio Alonso le gustaba ser de pueblo me refiero a la extraordinaria habilidad que tenía para aprovechar el prejuicio que tanto listo como anda suelto en el mundo de la política o el de los negocios siente instintivamente hacia cualquiera que no resida en una ciudad más grande que la suya. Así como el judo aprovecha el impulso del rival para derrotarlo, él sabía como nadie usar la prepotencia del contrario para acabar ganando. Antonio Alonso era un judoka de la política, incluyendo las buenas formas y las normas de caballerosidad que a ese arte marcial se le atribuyen. Un artista, si me permiten la expresión.

En política toreó en todas las plazas a las que se puede acudir si no ambicionas hacer el paseíllo en Madrid. Ocupó la Alcaldía de Almoradí en el paso de la Dictadura a la Democracia, volvió a ella cuando el PP aún era una fuerza irrelevante que ni siquiera existía con ese nombre y repitió, tras dejarla durante algún tiempo, cuando ya se había convertido en el primer partido de la Comunidad y luego de España. Pero también fue diputado provincial y parlamentario en las Cortes, donde protagonizó un minuto de oro que ejemplifica mejor que nada lo que antes decía respecto a su habilidad para imponerse a oponentes a priori más formidables que él. Fue con motivo de uno de tantos desbordamientos como a principios de los años 90 sufría el río Segura cada vez que la gota fría descargaba sobre la provincia. El conseller de Obras Públicas, bajo la presidencia del socialista Joan Lerma, era todavía Rafael Blasco, uno de los oradores mejores y más duros que ha habido en Valencia. Y a Antonio Alonso, puesto que era de la Vega Baja, le tocó intervenir por los conservadores, aunque en su propio grupo muchos pensaban que Blasco le destrozaría. Pero Alonso salió parsimonioso, casi se recostó sobre el atril, se quedó mirando a Blasco y sólo le espetó: "Conseller, dígame usted cuántos muertos tenemos que poner en la Vega para que nos encaucen el río, que yo le prometo que nosotros lo estudiaremos". Sin alzar la voz, sin pestañear. Blasco no supo por dónde salir y perdió aquel debate. Paradojas de la política, a Blasco acabó echándolo Lerma por corrupción y fichándolo el PP, que volvió a hacerlo conseller. El final de la historia ya la saben: Blasco acabó de todas formas en prisión y el río fue encauzado después de aquello pero bajo el mandato de otro conseller también socialista, Eugenio Burriel.

El anecdotario sería extenso, y les aseguro que en algunos casos desternillante. Pero al trazar su perfil político en la hora de su muerte, hay una faceta que resulta imprescindible subrayar. Seguramente, la llegada del PP al poder en la Comunitat Valenciana en 1995 se hubiera producido de cualquier forma, como se produjo un año después a escala nacional. Pero la figura de Antonio Alonso fue determinante en cómo sucedieron aquí las cosas. Porque de toda la Comunidad, donde el PP empezó a cimentar su fuerza, todavía como Alianza Popular, fue en la Vega Baja. Y ahí había dos figuras de enorme presencia enfrentadas: Luis Fernando Cartagena, alcalde de Orihuela, y Pedro Hernández Mateo, alcalde de Torrevieja. Ambos enzarzados en una pelea a muerte por ser el único gallo en el gallinero. Si la sangre no llegó al río, si aquella AP luego transformada en PP siguió acumulando alcaldías y poder en la mayor comarca de la Comunidad hasta convertirse en la principal plataforma para que Eduardo Zaplana lanzara su opa a la Generalitat, fue porque Antonio Alonso supo convertirse en esos momentos en un tercer referente que evitara la guerra civil. No le tenían mucho aprecio, ni Cartagena ni Hernández Mateo. Pero por mucho que quisieran minusvalorarlo, él acababa siendo siempre el fiel de la balanza. Aquellos dos alcaldes que tanto músculo exhibían empezaron igual ­alcanzando el poder gracias a oscuras mociones de censura­ y acabaron del mismo modo sus carreras: condenados y encarcelados por corrupción. Alonso, por el contrario, vino y se fue varias veces de la Alcaldía sin dar nunca tres cuartos al pregonero y ha fallecido en la tranquilidad de su casa. A diferencia de otros, él siempre supo donde debía estar.